Colección de lecturas
 

PDF Los cristianos ante la política

Los cristianos ante la política
por Dionisio Byler
Conferencia para una reunión de la juventud evangélica.
Madrid, 10 de febrero, 2001


I.  Introducción

Antes de entrar en materia, quiero empezar con tres breves afirmaciones, que iré explicando más adelante:

  1. El Nuevo Testamento es un libro que trata directamente sobre temas políticos, proponiéndonos la alternativa política revolucionaria y transformadora que ideó Jesús.  Jesús predicó y practicó la resistencia activa y siempre no violenta, contra todas las formas de mal y maldad, en todas las esferas de la sociedad.

  2. Excepto algunos movimientos relativamente marginales en la historia del cristianismo, la Iglesia cristiana de los últimos 16 siglos no ha comprendido esa política, concretamente la importancia de la no violencia en el pensamiento político de Jesús.  Esto ha tenido consecuencias trágicas.

  3. Durante el siglo XX se ha empezado a redescubrir esta política de resistencia activa no violenta ideada por Jesús.  Sin embargo queda aún por verse si ese redescubrimiento no volverá a resultar marginal dentro del flujo mayoritario de la historia de los cristianos.

Quiero dedicarme principalmente, entonces, a describir lo que yo entiendo que fue la opción política que enseñó y protagonizó Jesús, que es además, creo yo, la única que nos puede ofrecer algo de esperanza respecto a la vida humana en este planeta a estas alturas, a comienzos del siglo XXI.


II.  Definiciones

A. Primero habría que definir qué entendemos por política:

  1. En primer lugar, «política» es todo aquello que tiene que ver con la vida de la polis, que en griego significa «ciudad», aunque hoy día, por extensión, la política afecta no sólo a la vida de la ciudad, sino la de provincias, regiones, naciones e incluso el gran conjunto internacional que incluye a toda la humanidad.  Política es aquello que afectará directa o indirectamente la salud, el bienestar, la economía, el orden y la paz (o en su defecto el caos y la guerra) de un determinado conjunto de seres humanos.

  2. En segundo lugar, la «política» tiene que ver con el poder.  Tiene que ver con la autoridad, con la capacidad real de hacer que ciertas decisiones, pensadas para beneficio del conjunto de la sociedad, se plasmen en hechos concretos en lugar de quedarse en meras ideas.  Cualquiera de nosotros podría decidir, si quisiera, que España necesita más hospitales o mejores carreteras, pero esa decisión sería puramente anecdótica a no ser que estuviéramos comprometidos con la política, militando en un partido político o una organización con fines políticos.  Porque en ese caso, siempre existe la posibilidad de que tarde o temprano podamos llegar a ejercer poder para llevar a cabo nuestras ideas, ya sea el poder de un cargo público o el de un grupo de presión que no puede ser ignorado por las autoridades.

Definida así la política, hallamos que el Nuevo Testamento está lleno de lenguaje político, porque hay referencias frecuentes y reiteradas a la realidad del poder en la sociedad humana.  Es, de hecho, uno de los temas que con mayor frecuencia se abordan en el Nuevo Testamento.  En ese sentido es equiparable a otro de los grandes temas prácticos que toca la enseñanza de Jesús: el tema de la pobreza, la riqueza y el dinero.  El tema de la pobreza, la riqueza y el dinero obviamente también está muy relacionado con la política, aunque a veces se ha querido sostener que es un problema puramente individual, que no requiere políticas específicas que afecten a toda la sociedad.  Estos dos temas políticos entonces, el de la pobreza y el dinero por una parte, y el del poder por otra parte, se encuentran claramente entre los temas sobre los que más se explayan los autores del Nuevo Testamento.

B.  Antes de examinar el tema del poder en el Nuevo Testamento, sin embargo, necesito hacer definiciones y explicaciones respecto a la otra palabra principal del tema que se me ha pedido que exponga: «Cristianos ante la política».  Ya hemos definido qué es la política.  Definamos quienes son los cristianos.  Obviamente, los cristianos son los que alegan ser seguidores de Cristo.  Pero la palabra Cristo tiene una larga e interesante historia, que viene muy a cuento para nuestro tema de hoy.
(cf. Grundman et al., χρίω κτλ en TDNT [1])

  1. El verbo griego chrío figura en pocos textos griegos e indica una acción de engrasar, normalmente frotando, como quien engrasa una espada para evitar que se oxide.  El sustantivo chrísma o chríma viene a ser una crema o pomada medicinal que uno se aplica con movimientos de frotación a modo de masaje.

El único motivo que nos puede interesar este verbo es porque fue el que escogieron los traductores de la versión griega del Antiguo Testamento para describir cierto ritual propio del pueblo de Israel, que se traduce al español como ungir; y muy especialmente por el sustantivo derivado, christós, que cuando se usa como nombre propio figura en nuestro vocabulario como «Cristo», y en griego significaría algo así como «engrasado o untado», o más propiamente dentro del contexto bíblico, «ungido».

  1. Trasfondo histórico

El ritual de engrasar —o sea derramar un preparado a base de aceites sobre la cabeza y el cuerpo— se conocía entre los antiguos hititas (en lo que es hoy Turquía) como parte de la ceremonia de coronación de un nuevo rey.  El rey ejercía a la vez de sumo pontífice, o sea sacerdote principal del reino.  Bien sea en cuanto a su papel político como rey o por su calidad de mediador de los dioses en cuanto sumo pontífice, parece ser que se creía que el acto de engrasamiento, o sea unción, otorgaba al rey hitita poderes sobrenaturales que le capacitaban para ejercer sus funciones.

En la región al sur de los hititas vivieron los cananeos, entre ellos los jebuseos que habitaban en Jerusalén; y estos pueblos adoptaron la costumbre de engrasar o ungir a sus reyes como parte de la ceremonia de coronación.

  1. El Antiguo Testamento

Llegamos así a los hebreos o israelitas, sucesores de los cananeos en esa misma tierra, y que también emplearon ese rito.  El verbo hebreo es masah (pronunciado machaj), de donde viene el sustantivo masiah (pronunciado machíaj), «mesías».  Aunque seguramente todos los reyes de Israel y Judá pasaron por este rito cuando su coronación, en el Antiguo Testamento el rey David es el mesías o ungido por excelencia.  Aunque en la era del Segundo Templo (posterior a Esdras y Nehemías y hasta la era del Nuevo Testamento) el Sumo Sacerdote tenía potestades políticas equiparables a las de un rey, el caso es que durante el grueso de la monarquía en el Antiguo Testamento, parecen haberse separado las instituciones del rey y del Sumo Sacerdote.  En Israel y Judá, entonces, tanto el rey como el Sumo Sacerdote eran consagrados como mesías, o sea ungidos.  Se entendía que en el acto del engrasamiento o la unción, Jehová confería a esa persona los poderes y las potestades necesarias para el ejercicio de su cargo.

La palabra mesías, que como es natural figura especialmente en los salmos reales de la casa de David, echa raíces en el período intertestamentario en la esperanza popular de los judíos.  Para cuando llega Jesús de Nazaret, había un enorme anhelo de un Mesías –Cristo en griego–, un «engrasado» o «ungido» como lo había sido el rey David en su generación, que liberara al pueblo del yugo del opresor romano y trajera un gobierno directo de Dios sobre los judíos: un gobierno de justicia, paz y prosperidad.  Aquellos salmos que, a la antigua usanza de los de los cananeos, proclamaban al rey ungido como Hijo de Dios, suscitan entre los judíos un milenio más tarde una esperanza en que el rey que se espera, salvador del pueblo oprimido, vivirá para siempre y que su reino será eterno.

Vemos, entonces, que la palabra Cristo era una palabra eminentemente política en tiempos del Nuevo Testamento.  Pilato hizo clavar en la cruz de Jesús la etiqueta de «Rey de los judíos».  Si hubiera conocido el sentido que los judíos daban a la palabra Mesías, o Cristo, podría haber clavado en la cruz la frase «Cristo de los judíos».  Venía a ser lo mismo.  No existe en el vocabulario del Nuevo Testamento una palabra más propia de la política, que la palabra Cristo.  Definirse como cristiano, entonces, era expresar unos ideales políticos muy definidos, ideales que tanto los líderes judíos como el Imperio Romano, sabían muy bien que eran incompatibles con la autoridad de ellos.

Por eso arreció tanto la persecución en las primeras décadas del cristianismo.  Los primeros en perseguir fueron, lógicamente, las autoridades de su propia etnia judía.  Pero en cuanto el cristianismo se extendió por el Imperio Romano, la persecución judía quedó como un mero recuerdo y fue el Imperio el que con mucha más violencia arremetió contra los cristianos.

Unos siglos más tarde por fin el Imperio y la Iglesia llegaron a un acuerdo que acabó con las persecuciones.  En síntesis, el acuerdo fue el siguiente:  El Emperador reconocía a Jesús como Cristo, o sea como Rey de Reyes sobre toda la humanidad.  Sin embargo Cristo estaba en el cielo.  Entonces, mientras Cristo no volviera a la tierra para hacerse cargo directo de sus potestades, los cristianos reconocían al Emperador como representante legítimo de Cristo en el gobierno.  Fue un acuerdo histórico y genial.  Con él se eliminaban las persecuciones y se dio lugar a que en pocas décadas, el cristianismo pasase a ser la religión estatal mientras que el paganismo quedaba proscrito y pasaba a la clandestinidad.  El cristianismo, claro está, tuvo que pagar un precio.  El precio que pagó fue el abandono absoluto y total de la política de Jesús.  La política de Jesús pasó al olvido como política y quedó en el recuerdo como consejos piadosos y poco prácticos, para la conducta personal del individuo.

Pero aquí ya nos hemos adelantado demasiado al desarrollo de nuestro tema, ya que todavía no hemos explicado cómo Jesús y el Nuevo Testamento conciben del poder político, ni cuál es la alternativa política que Jesús y los primeros cristianos proponían para la sociedad de su día.


III.  El lenguaje del poder en el Nuevo Testamento

        (cf. Wink, Naming the Powers, pp. 7-12 [2])

El vocabulario del poder aparece por todo el Nuevo Testamento y tiene una riqueza y variedad de matices de significado que es interesante observar.

(En las siguientes citas, la traducción es RV60):

  • En primer lugar tenemos la situación donde los términos que tienen que ver con el poder se refieren claramente a las personas que ejercen autoridad:

Y Jesús dijo a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos, que habían venido contra él: ¿Cómo contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? (Lc 22,52)

Entonces Pilato, convocando a los principales sacerdotes, a los gobernantes, y al pueblo, les dijo: Me habéis presentado a éste como un hombre que perturba al pueblo… (Lc 23,13-14)

Aconteció al día siguiente, que se reunieron en Jerusalén los gobernantes, los ancianos y los escribas, y el sumo sacerdote Anás, etc. (Hch 4,5-6)

Cuando os trajeren a las sinagogas, y antes los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de responder, o qué habréis de decir… (Lc 12,11)

  • En segundo lugar tenemos pasajes donde estas mismas palabras u otras por el estilo tienen que ver con los atributos de quienes ejercen autoridad.

Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo… (Ap 12,10)

Al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos.  Amén (Jud 25).

  • Y por último tenemos casos donde parece tratarse especialmente de seres «espirituales», de signo positivo como los ángeles o negativo como los demonios, capaces en mayor o menor medida de manifestarse o encarnarse en seres humanos concretos y en las instituciones humanas propias del gobierno y el poder.

Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Ro 8,39-39).

[Cristo está sentado en los lugares celestiales] sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero… (Ef 1,21)

Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes (Ef 6,12).

Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él (Col 1,16).

[Jesucristo,] quien habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios; y a él están sujetos los ángeles, autoridades y potestades (1 P 3,22).

Estos poderes son, entonces, a la vez celestiales y terrenales, divinos/demoníacos y humanos, interiores y políticos, invisibles y a la vez claramente observables en la sociedad humana.  El texto que describe esta realidad con mayor claridad es Col. 1.16, que ya hemos citado antes:

Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.

Estos diversos sentidos de las palabras que tienen que ver con el poder o la autoridad, no son sentidos especiales bíblicos, sino que es así como se entienden estas palabras en la antigüedad en general.

Existía, por ejemplo, una enorme porosidad entre el mundo de los dioses y el Emperador romano.  El «genio» del Emperador era esa cualidad divina propia del Emperador, que hacía que todo el mundo le obedeciera y que el destino de cientos de miles de personas dependiese de su voluntad.  Los dioses eran astros del firmamento, como Marte, Venus, Júpiter, etc.  Pues bien, al morir, el Emperador ascendía al cielo y seguía resplandeciendo sobre la tierra.  O sea que la cualidad divina que era propia del Emperador en vida, se potenciaba más aún en muerte, libre ya de las ataduras de esta carne corrupta, de manera que el Emperador podía ahora, muerto, ejercer entre los dioses del cielo por toda la eternidad.

Como nosotros solemos distinguir entre la política y la religión o la espiritualidad, nos parece que los antiguos mezclaban dos cosas claramente distintas.  Pero ellos, claro está, nos acusarían a nosotros de lo contrario: de separar lo inseparable.  Para ellos el mundo espiritual y el mundo político eran una misma cosa, sin fisuras ni distinciones.  Era más que obvio que las estrellas y los planetas, los dioses y los demonios, influían en la vida de los hombres.  Era imposible dudar, entonces, de que nadie podría ejercer ningún poder real en el mundo político sin gozar de alguna cualidad espiritual o divina que le otorgase tal capacidad.  Esa cualidad podía venir por la sangre noble o por las conjunciones astrales del momento de su nacimiento.  Sin embargo era evidente que a la vez esa cualidad divina propia del poder residía en el cargo mismo, de manera que un hombre perfectamente normal, al acceder a un cargo poderoso, era transformado por la espiritualidad del poder en un ser poderoso él mismo, comparable a los demonios y dioses en su capacidad de influir sobre las vidas de los hombres.


IV.  El destino de los poderes y las potestades

1.  ¿Guerra espiritual?

Una de las propuestas que se han hecho en las últimas décadas respecto a cómo los cristianos han de incidir en la política afectando directamente a los «poderes y potestades» espirituales y su influencia sobre la humanidad, es lo que se viene en llamar la guerra espiritual.  Los que promueven estas ideas han escrito un buen número de libros, muchos de ellos traducidos al castellano por las editoriales evangélicas de Miami.

Según ellos las ciudades y las naciones están regidas por el demonio particular del lugar.  En resumidas cuentas, se adhieren a la creencia pagana en una diversidad de dioses, donde cada dios defiende los intereses del lugar que ha elegido y le da a ese pueblo su carácter particular: marcial, pacífico, intelectual, comerciante, etc.  Los políticos siempre acabarán realizando la voluntad del dios de la entidad política que gobiernan.  (Los defensores del concepto de guerra espiritual, al ser cristianos, no los llaman dioses sino demonios, porque no quieren negar que haya un solo Dios; parecen ignorar que en griego las palabras dios y demonio son sinónimos perfectamente intercambiables entre sí.)  Ellos proponen, entonces, una serie de disciplinas espirituales, principalmente la «oración de guerra», que sirven para «atar al hombre fuerte» y que, cuando se realizan correctamente, dan lugar a lo que ellos llaman «avivamiento», o sea conversiones en masa al cristianismo evangélico.

He leído un buen número de libros que defienden estos conceptos y tengo que decir que en general me han dejado profundamente decepcionado.

Aunque la idea de combatir contra el demonio de una ciudad o una nación puede parecer esperanzador en cuanto a la renovación política del lugar, el caso es que el interés de estos autores rara vez va más allá del proselitismo evangélico.  Parecen dar por sentado —pre­cisamente por el hecho de que no dicen nada al respecto— que una vez vencida la hostilidad de las autoridades y convertida al evangelio una mayoría de la población, la justicia y la prosperidad vendrán automáticamente sin la necesidad de adoptar ninguna política concreta.  En realidad, al leer con atención las cosas que critican en la sociedad, y las cosas que callan, está claro que la gran mayoría de los que defienden el concepto de guerra espiritual mantienen convicciones políticas de extrema derecha muy próximas al fascismo, y plagadas de un ferviente nacionalismo estadounidense.  Lo que nos ofrecen viene a ser, me parece a mí, una versión evangélica de la intolerancia y la prepotencia, el conformismo social y el temor al castigo eterno, con que los curas siempre han mantenido sumiso al pueblo español.

Al final me temo que la guerra espiritual acarreará dos problemas: uno práctico y otro de fondo:

a.  Así como las masas que sólo venían para ver el «poder» de Jesús le acabaron traicionando, mucho me temo que Jesús volverá a ser traicionado por las masas multitudinarias que acuden como respuesta a los enfrentamientos bélicos de «poder».  Jesús, en el Ev. Marcos, hacía callar a los que querían proclamar a voces su poder.  El plan que él tenía era de humillación, servicio abnegado, poner al prójimo antes que uno mismo, etc.  Era el camino de la renuncia a la imposición por la fuerza.  Ese camino no será más popular hoy que lo fue ayer.

Tal vez Jesús, el Jesús de verdad, el Jesús de carne y hueso que vagabundeaba entre las aldeas de Galilea, ya ha sido traicionado en el mismo acto de profesión de entregarse a él; porque el Jesús a quien se entregan parece ser una especie de dios exaltado, poderoso y victorioso.  Esta es la antigua herejía del docetismo.  Según los docetistas, Jesús sólo parecía humano: en realidad había sido Dios y nada más que Dios.  Este Cristo es entonces, al final, alguien muy distinto del humilde carpintero de Nazaret que describen los Evangelios, cuyo destino inexorable fue morir en la cruz.

b.  La obsesión con el crecimiento multitudinario, con el proselitismo como meta final, nos priva de lo fundamental del mensaje de Jesús.  El proceso que registran los cuatro evangelios, de popularidad seguida de abandono, tal vez haya sido descrito con tanta fidelidad por los evangelistas a manera de advertencia.  Las masas pretendían entonces y siempre pretenderán algo distinto a lo que Jesús ofrece.  Jesús ofrece un estilo de vida no violento, una lucha sin cuartel contra el mal desde abajo, desde la humildad, el servicio desinteresado, el sufrimiento y la cruz.  Tal vez la tendencia hacia la derecha política, y las posturas violentamente machistas que caracterizan a los que profesan la guerra espiritual, no sea una mera coincidencia.  El caso es que al evangelio de la guerra espiritual, aunque a veces sus defensores parecen conscientes de que hay injusticias humanas, conductas humanas que causan sufrimiento en el prójimo, no parece que le sobren energías para luchar positivamente por el reino de Dios, que no tan sólo negativamente contra el reino de Satanás.

Al final uno se lleva la impresión de que la guerra espiritual es una manera de conseguir que todo cambie para que todo siga igual.

Dentro del más sincero respeto que se merecen estos hermanos en sus convicciones, integridad personal y sinceridad, mucho me temo que al final gran parte de la preocupación con lo demoníaco acabe siendo, en sí misma, una treta satánica para distraer a la iglesia de su cometido de transformar al mundo con el mensaje de la cruz.  La cruz no sólo como triunfo cósmico, realidad que no me interesa negar, sino especialmente como modelo de vida para la humanidad.  La cruz como opción política para transformar el mundo.

En la cruz, en el más grande e importante, el más cósmico de todos los enfrentamientos entre Jesús y Satanás, Jesús en lugar de resistir, echar fuera, tomar autoridad, atar, despojar, y demás términos bélicos que se podrían emplear para describir su actividad, se sometió voluntaria e indefensamente, hasta la muerte bajo tortura.  Lo que parecen olvidar los que proponen una guerra espiritual es que: ¡La victoria de Jesús tuvo todas las apariencias de ser una derrota!  El resultado inmediato no fue la conversión masiva de Jerusalén, sino el total desánimo de sus discípulos.

Curiosamente —un detalle que no se suele observar— el libro de Hechos sigue un patrón parecido al de los evangelios, donde Jesús al principio tiene un éxito impresionante, lleno de milagros y rodeado de las masas que le aclaman, para terminar al final solo y crucificado.  El libro de Hechos también empieza con una multitud (3000 varones) que se convierten en Jerusalén en un solo día, pero acaba con Pablo solo y ministrando desde la cautividad en Roma.  Aquí, al igual que en las epístolas de Pablo, vemos que es desde la debilidad, no desde el poder y la gloria, que ha de triunfar el mensaje de Jesús.

Y en Apocalipsis 12.11, los que vencen a Satanás lo hacen mediante el martirio a manos de un Imperio perverso que según todas las apariencias les ha vencido a ellos al darles muerte.

2.  Walter Wink
Engaging the Powers (Minneapolis: Fortress, 1992; pp. 65-74) (cf. coincidencias con Berkhoff, y con Yoder, Jesús y la Realidad Política (Grand Rapids: Eerdmans, 1972)). 

La tesis de Wink, que reaparece en una variedad de permutaciones a través de sus tres libros sobre el poder en el Nuevo Testamento, es que:

2.1.  Los principados y las potestades son buenos

Volvamos una vez más a Col. 1.16-17:

Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.  Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten…

En contra de la dura realidad diaria de la opresión e injusticia que los cristianos primitivos vivían a manos de estos poderes, Pablo tiene el arrojo de proclamar que…

a.  Fueron creados.  ¡Dios no creó nada malo!  Si se manifiestan ahora como malos es porque se han corrompido.  Y, ¿quién sabe?, lo que se corrompe y ensucia tal vez pueda ser lavado y devuelto un día a su estado de pureza original…

b.  Fueron creados… por medio del Hijo y para el Hijo. 

Es difícil exagerar la importancia de esta afirmación:

Los cristianos afirmamos que el Hijo es Jesús de Nazaret.  Jesús de Nazaret, este pobre y humilde carpintero galileo con aires de rabino judío que alentaba las esperanzas de un pueblo hundido en la miseria, la enfermedad y la opresión: este Jesús es el Hijo de Dios.  Ahora bien, el Hijo viene a dar solución a los problemas humanos, problemas que en cuanto sociales, son en gran medida problemas políticos.  Pero las soluciones que predica y practica Jesús constituyen una nueva manera de hacer política.  Y es que este Jesús, el Hijo, predica una manera no coercitiva, no violenta, no dominante de llevar a cabo la transformación que requiere la sociedad.  La transformación social que él propone, pasa obligatoriamente por el rechazo, la soledad, la incomprensión, el sufrimiento y la cruz.  Sin embargo, al predicar y poner en práctica su política de transformación social rechazando la tentación de la violencia, Jesús el Hijo representa fielmente la misma naturaleza de Dios.

Si todo esto es así, y ahora decimos además que los poderes y las autoridades de este mundo han sido creados por medio del Hijo y para el Hijo, entonces hay que mantener que en su origen y creación —y por tanto en su más pura esencia— todos estos poderes y autoridades, los principados y las potestades, tanto mejor funcionarán cuanto más abandonen la violencia, la coerción, la imposición y la amenaza para conseguir sus objetivos de paz, orden y justicia en la sociedad humana.

Si tienen su origen y su razón de ser en Jesús, las autoridades, los poderes, los principados y las potestades tan sólo alcanzarán plenamente su vocación en la medida que se parezcan a Jesús en su manera de ejercer su autoridad.

c.  En él permanecen.  El plan de Dios no parece ser la destrucción de los poderes y principados.  Quien los creó los mantiene, y sigue viendo un propósito para que existan.  Este propósito se ve especialmente claro en Rom. 13.1-9, donde habla de que Dios ordenó las autoridades para beneficio de los bienhechores y castigo de los malhechores, por lo que es menester someterse a las autoridades:  Los principados y las potestades tienen una función benéfica para la sociedad humana, una función que incluso cuando caídos, pueden y deben seguir desempeñando.

2.2.  Los principados y las potestades se han corrompido

Wink está convencido de que para comprender la verdadera dimensión del mal y la maldad que existe en el mundo, es fundamental recurrir a la doctrina de la caída, el paraíso perdido, el Edén del que fuimos expulsados.  Wink apunta algunas observaciones acerca de lo que podemos aprender del relato de la caída según Génesis:

  • En primer lugar, este relato nos ayuda a enfrentarnos de lleno con la realidad de lo terrible que es el mal y la maldad que nos embarga.  El caso es que vivimos hoy con un poso de maldición hereditaria, de decisiones no sólo equivocadas, sino perversas y malignas, tomadas y reiteradas generación tras generación hasta hacerse hábito en la humanidad, y que deja absolutamente corrompida ya no sólo a la humanidad, sino a todos los poderes y autoridades que Dios creó para que nos sirvieran.  Nuestra colaboración con el mal ha potenciado el mal; la facilidad con que nos hemos prestado a la corrupción ha corrompido más que nunca a nuestros corruptores y la creación entera se retuerce en una agonía de dolor y sufrimiento y opresión.

  • En segundo lugar, el relato de la caída en Génesis no es meramente un mito acerca de algo que sucedió en un pasado tan lejano que resulta poco más que imaginario.  Es una realidad siempre presente, que nos afecta a todos y que afecta a cada una de las instituciones que los humanos creamos y con que vivimos y organizamos nuestra sociedad y nuestra vida.

  • Y en tercer lugar, el concepto de la caída nos libera de la ilusión de que nosotros mismos y nuestras instituciones, si trabajamos lo bastante en ello, podamos alcanzar la perfección.  No podemos salvarnos por nuestra propia fuerza, ni nos podrá salvar ninguna institución que participe junto con nosotros de la caída que afecta a todo lo que tiene que ver con la humanidad.  Sólo podemos ser salvados por aquel que trasciende nuestra humanidad y que trasciende a los principados y potestades que gobiernan a la humanidad.

2.3.  Los principados y las potestades serán redimidos.
[Aquí ya no sigo de cerca el argumento de Wink.]

1 Cor. 15.24-28

Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia.  Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.  Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte.  Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies.  Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas.  Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.

Puesto que los vv. 25, 27 y 28 hablan de someter, o someter bajo los pies de Cristo a estos poderes, lo que dice de ellos en los vv. 24 y 26 difícilmente puede significar que serán destruidos.  La primera definición que viene en mi diccionario del verbo katargéo (traducido como «suprimir» en el v. 24 y como «destruir» en el v. 26) es «dejar inactivo o impotente».  Se trata de quitarlos de allí donde se han endiosado —o donde los hemos endiosado, otorgándoles unos derechos y una autoridad que sólo le correspondía a Dios— despojarlos de sus bienes mal ganados, quitarles la capacidad real de causar ningún daño.

¿Cómo se logra esto?  ¡Sometiéndolos, nada menos que bajo los pies de Cristo!  ¿Qué quiere decir esto?

Filip. 2.6-8

[Cristo Jesús,] ... siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

De ahora en adelante (cuando por fin se sometan bajo sus pies) el principio por el que tendrán que actuar los principiados y potestades es el principio de humillarse para poder ser exaltados por Dios, en lugar de exaltarse a sí mismos.  Tendrán que seguir el camino de la cruz indefensa, no la amenaza de muerte; del amor, no el temor; el respeto, no la imposición.  Tarde o temprano todos los principados y potestades tendrán que hacer suya la dinámica de la cruz y la resurrección.

Jesús ya ha vencido, decisivamente, con su muerte y resurrección.  ¿Cómo serán sometidos todos los principados y potestades bajo sus pies?  En Col. 2.8-23 vemos que Cristo ya ha vencido y ha despojado a los poderes.  Esto es algo que ya está hecho.

Nosotros mismos jamás podríamos vencerles: son más fuertes que nosotros porque no dependen de nosotros.  Lo que sí podemos hacer es identificarnos con Cristo mediante el bautismo (vv. 12-13) muriendo a la jurisdicción de las potestades (vv. 14-15).  Una vez realizado esto, vv. 16-22, nos toca resistir su influencia cuando es rebelde contra Cristo, aferrándonos nosotros mismos a Cristo.  Ya que somos libres, debemos vivir como libres (un tema, por cierto, que reitera Pablo hasta el cansancio en multitud de pasajes).

Y en Apoc. 21.23-22.5 aprendemos que al final, aunque nada inmundo ni corrupto puede entrar en la Ciudad Celestial, sí que entrarán los principados y las potestades (aquí representados por «las naciones» y «los reyes de la tierra»; términos claramente sinónimos de «principados y potestades» en todas sus dimensiones: humanas, institucionales y espirituales.

Sin embargo, tan tarde como el capítulo 19 (Apoc. 19.19) los reyes de la tierra y sus ejércitos —o sea los principados y las potestades— figuraban como el enemigo a batir.  ¿Cómo se explica esto, salvo que, efectivamente, el fin que persigue la guerra apocalíptica no es la aniquilación de los principados y potestades, sino su sumisión radical bajo los pies de Aquel por quien y para quien fueron creados?  No se los vence para destruirlos, sino para que dejen de actuar independientemente de los planes de aquel que los creó para servir a la humanidad, no para enseñorearse sobre ella.


V.  La política de Jesús

Esta conferencia ya se ha extendido demasiado.  Demasiado he abusado de vuestra amable atención.  Aún me quedan muchísimas cosas que quisiera decir, y otras tantas que han quedado poco o mal explicadas por la necesidad de resumir un tema tan enorme en relativamente pocas palabras.  Sin embargo esbozaré todavía, en brevísimas palabras, algunos de los elementos concretos que veo yo en la política de Jesús.  Sirvan las siguientes ideas como botón de muestra de la transformación política y social que nos propone Jesús:

  • El rechazo del racismo y la xenofobia.  Jesús nació en medio de un pueblo profundamente racista y xenófobo, que apoyaba esas ideas en sus convicciones religiosas y los libros sagrados que habían recibido de sus antepasados.  Sin embargo Jesús y sus seguidores se abrieron profundamente a aquellos que su pueblo llamaba «los gentiles».  Para ellos la humanidad era toda una, y merecía toda ella recibir la luz y la bendición del Dios Padre y Creador del universo.

  • El rechazo del machismo y del patriarcado.  Si Jesús no hacía acepción de personas y los apóstoles creían profundamente que Dios mismo no hace acepción de personas, todo el montaje patriarcal donde los varones son los que dominan y mandan, es una aberración y un ultraje contra Dios.  Ya sé que todos os podéis acordar, casi sin ningún esfuerzo, de versículos que parecerían defender un orden donde los varones dominan y las mujeres se someten.  Carezco de tiempo ahora mismo para dar explicaciones, aparte de esta:  En cuanto definimos el legítimo ejercicio de la autoridad como servicio, sufrimiento, humildad y amor al estilo de Jesús, está claro que los varones no gozamos de ninguna ventaja respecto a las mujeres.

  • El rechazo de la riqueza y la explotación laboral.  Comentamos al principio de esta conferencia, muy de paso, que el tema de la pobreza y la riqueza, la desigualdad y la justicia en cuanto a economía, es uno de los temas que más frecuentemente toca la enseñanza de Jesús.  Jamás deja de asombrarme cómo los líderes religiosos se sofocan y arremeten justicieramente contra la homosexualidad basándose en los dos o tres versículos que tocan el tema en la Biblia, para luego escurrir el bulto sin inmutarse cuando se trata de los cientos de versículos bíblicos que condenan sin paliativos el egoísmo, la avaricia, la falta de generosidad, la riqueza, y el lujo.  Esto es, como diría Jesús, colar un mosquito y tragarse un camello.

  • El rechazo de la violencia y la guerra.  He escrito extensamente sobre este tema, de manera que no haré más que mencionarlo aquí.  Sólo diré que Cristo sin la cruz no tiene sentido.  Cristo optó por la cruz porque la única alternativa a morir por nosotros, la humanidad rebelde, era matarnos.  Entonces quien mata a sus enemigos niega la eficacia y el poder de la cruz.  Antes morir que matar: esa fue, en pocas palabras, la filosofía política no violenta de Jesús.

 


1. Kittel y otros, Theological Dictionary of the New Testament, 10 tomos (Grand Rapids: Eerdmans, 1976)

2. Walter Wink, Naming the Powers (Philadelphia: Fortress, 1985)

 
 
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