Colección de lecturas
 

PDF Fancisco de Asís y los Hermanos menores

La fe en la periferia de la historia
por Juan Driver
Copyright © 1997 Ediciones SEMILLA (Guatemala) y CLARA (Colombia)
Reproducido aquí con permiso.



Capítulo 8.

Francisco de Asís y los Hermanos menores

La regla y vida de estos hermanos es esta: vivir en obediencia, en castidad, y sin poseer nada suyo, y seguir las enseñanzas y las pisadas de nuestro Señor Jesucristo, que dice: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven sígueme. (Regla primitiva, 1, 1-2) [1]

El Señor dice: «He aquí, os envío como a ovejas en medio de lobos; sed pues prudentes como serpientes y sencillos como palomas». Por lo tanto, todo hermano que, por inspiración divina, desea marcharse a los sarracenos u otros que no son creyentes, debe irse con el permiso de su ministro y hermano. … Y en cuanto a los hermanos que se marchan, ellos pueden vivir espiritualmente entre los sarracenos y no creyentes de dos maneras. Una manera es no entrar en discusiones ni contiendas, sino sujetarse a toda criatura humana por amor a Dios, reconociendo que son cristianos. Otra manera es proclamar la palabra de Dios cuando ven que le place al Señor. … Y todos los hermanos, dondequiera que estén, deben recordar que ellos se dieron a sí mismos y han entregado sus cuerpos para el Señor Jesucristo. Y por amor a Él, ellos deben hacerse vulnerables delante de sus enemigos, tanto los que son visibles como los invisibles, porque el Señor dice: «El que pierde su vida por mi causa, la salvará para vida eterna». (Regla primitiva, XVI, 1-3, S-7a, 10-11) [2]

Altísimo, omnipotente, buen Señor,
Tuyos son la alabanza, la gloria, el honor y toda bendición:
A ti solo te corresponden,
Y ningún hombre es digno de nombrar tu nombre.
Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
Especialmente el señor hermano sol,
Que es el día y por medio del cual Tú nos das la luz.
Y él es bello y radiante con gran esplendor;
Y lleva tu semejanza, oh Altísimo.
Alabado seas, mi Señor, por medio de la hermana luna y las estrellas;
En el cielo Tú las formaste, claras, preciosas y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por medio del hermano viento,
Y por medio del cielo, nublado y claro, con toda clase de tiempo,
Por medio de las cuales, Tú, a tus criaturas, das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por medio de la hermana agua,
Que es muy útil y humilde y preciosa y pura.
Alabado seas, mi Señor, por medio del hermano fuego,
Por el cual alumbras la noche,
Y él es bello y juguetón y robusto y fuerte.
Alabado seas, mi Señor, por medio de nuestra hermana madre tierra,
La que nos sustenta y nos gobierna,
Y produce diversos frutos con flores coloreadas y hierbas.
Alabado seas, mi Señor,
Por medio de aquellos que perdonan por el amor tuyo,
Y sostienen en la enfermedad y en la tribulación.
Bienaventurados aquellos que permanecen en la paz, Pues por
Ti, Altísimo, serán coronados.
Alabado seas, mi Señor,
Por medio de nuestra hermana la muerte corporal,
De la cual ningún hombre viviente podrá escapar.
Ay de aquellos que mueren en el pecado mortal,
Bienaventurados aquellos que la muerte halla en Tu santísima voluntad,
Pues la segunda muerte no les hará mal.
Alabad y bendecid a mi Señor y dadle gracias,
y servidle con gran humildad.

(Cántico al hermano sol) [3]

Francisco de Asís y los Hermanos menores

Francisco de Asís (1181-1226) nació con el nombre de Giovanni Bernardone en el pueblo de Asís, situado a unos cien kilómetros al norte de Roma en la parte central de Italia. Era hijo de un rico comerciante de telas y dedicó los primeros años de su juventud al trabajo de su padre. En su juventud era cono­cido por su gusto a la vida y su rebeldía juvenil. A los veinte años de edad fue reclutado para defender los intereses de su pueblo natal contra las ambiciones comerciales de la ciudad vecina, Perugia. En este conflicto Francisco fue hecho prisionero y permaneció encarcelado durante varios meses, probablemente meditando sobre los caballeros guerreros, los conflictos intervecinales entre los pueblos, y sus amargadas víctimas. Al regresar enfermo a su casa, experimentó una creciente crisis personal que le llevó finalmente a dedicarse a la oración y a una vida ambulante de solidaridad y de servicio hacia los pobres.

En una visita a Roma, fue profundamente conmovido por la condición de los mendigos ante las gradas de San Pedro. Intercambió su vestimenta con uno de ellos y pasó el día en su lugar pidiendo limosnas. Se dedicó al servicio itinerante, sirviendo especialmente a los leprosos y en la reconstrucción de la iglesia de San Damián, cerca de Asís, que estaba en ruinas. Decía, «Cuando estaba aún en mis pecados, me parecía demasiado amargo mirar a los leprosos, pero el mismo Señor me condujo entre ellos, y sentí compasión de ellos. Cuando los dejé, lo que antes me pareciera amargo habíaseme tornado dulce y fácil» [4]. Luego de utilizar el beneficio obtenido, de la venta de telas pertenecientes a su padre, para sus obras de beneficencia, Francisco fue desheredado por su padre.

Francisco pasó los próximos cuatro años vagando por Asís y sus alrededo­res, ministrando a los menesterosos y restaurando iglesias en ruinas. Entre éstas estaba su favorita, la Porciúncula, situada en las afueras de su pueblo. Fue allí que un domingo oyó las palabras de Cristo a sus apóstoles, «Yendo, predicad, diciendo: el reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos … de gracia recibisteis, dad de gracia. No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos…» (Mateo 10:7-14). El mensaje fue el mismo que unos treinta años antes había conmovido a Pedro Valdo, el rico comerciante de Lyon, en el sur de Francia.

Francisco no tardó en poner esta visión en práctica. «El Altísimo me reveló que yo debía vivir según el modelo del santo evangelio» [5]. Se deshizo de su bastón y sus zapatos. Se puso una larga túnica oscura con un cinto de cordón, asumió una pobreza apostólica, y se dedicó a la evangelización itinerante. Dentro de poco tiempo se encontraba rodeado de una banda de hombres con una vocación similar.

Para ordenar la vida de este grupo, Francisco redactó una regla primitiva, basada principalmente en textos tomados de los Evangelios que incluía las exhortaciones de Jesús. Con esta base, y acompañado de una docena de sus compañeros, acudió a Inocencio III, por el año 1209-10, para solicitar el reconocimiento papal, mismo que les fue otorgado. Esta nueva asociación se llamaba originalmente los penitentes de Asís. Más tarde serían llamados por Francisco, los Hermanos menores, o Humildes.

Los Hermanos menores eran una asociación de imitadores de Cristo, unidos por el amor y el compromiso en la práctica de la pobreza. Iban de dos en dos, predicando el arrepentimiento, cantando, colaborando en las tareas de los campesinos y labradores aldeanos, y cuidando a los leprosos y demás menesterosos. «Los que no conocen un oficio, que aprendan uno, pero no con el propósito de recibir el precio de su trabajo, sino para dar un buen ejemplo y huir de la pereza. Y cuando no se nos dé el precio de nuestro trabajo, recurramos a la mesa del Señor, mendigando nuestro pan de puerta en puerta» [6].

En medio de una cristiandad en que la salvación se había objetivizado en los sacramentos y donde éstos se habían separado efectivamente de la realidad salvífica de relaciones restauradas entre los seres humanos, al igual que con Dios, la percepción espiritual de Francisco fue notable. En su práctica de compartir su pan con los hambrientos pudo reconocer la presencia misericordiosa del Señor (el sacramento de la «mesa del Señor») en medio del pueblo cristiano.

Francisco de Asís vivió en medio de una sociedad que luchaba por salir del dominio feudal opresivo, y al mismo tiempo estaba cayendo en manos del naciente mercantilismo capitalista. Experimentó en carne propia los males de una sociedad guerrera y materialista. La población de los centros urbanos se componía de los «pequeños», víctimas de los precios inflados, las guerras —tanto internas como imperialistas—, las temibles plagas y la opresión de los «grandes», los ricos y acomodados. En la misma ciudad de Asís, estos dos partidos, en que estaba dividida la sociedad, llevaban los nombres de los «menores» y los «mayores». Este trasfondo nos ayuda a comprender el significado sociorreligioso de la formación de esta nueva asociación de los Hermanos menores.

La peregrinación extraordinaria de Francisco comenzó en el seno de su propia familia cuando tuvo que elegir entre los valores del mundo del comercio y la desesperación de los pobres marginados. Como discípulo del Cristo pobre, eligió la solidaridad con los pobres a fin de poder restaurarles la dignidad en medio de su humillación. Para Francisco, el seguimiento de Cristo significaba un apostolado solidario hacia los desposeídos. La espiritualidad de los franciscanos, ordenada por su regla evangélica, más que meramente enriquecer espiritualmente al individuo, desembocaba en su apostolado al mundo.

Francisco manifestaba un profundo respeto por todos los seres humanos, tanto ricos como pobres. En lugar de enjuiciar a aquellos que no habían conocido la liberación que surge de la renuncia de las riquezas y la libre asunción de la pobreza, se consideraba a sí mismo un siervo de todos por igual. Para éstos, que consideraba sus hermanos, tuvo una palabra de advertencia solemne contra el afán por las ganancias y las injusticias y la opresión que acompañaban su estilo materialista de vida. Francisco anhelaba la liberación de esa actividad económica esclavizante, en que la dignidad y felicidad humanas son sacrificadas por el afán de la acumulación. Sin embargo, en Francisco predominaba su opción solidaria por los pobres. Por esto, los franciscanos primitivos tuvieron que repudiar tanto la riqueza feudal, como la del capitalismo naciente.

La pobreza asumida por Francisco no se limitaba a una felicidad y paz interiores. También propiciaba la paz social. Cuando el obispo de Asís se quejaba de que la austeridad y pobreza asumidas por los Hermanos menores eran exageradas, Francisco respondió: «Mi señor, si poseyéramos bienes, necesitaríamos las armas para defendemos. Por eso surgen las contiendas y los pleitos, y por esta causa el amor a Dios y a nuestros semejantes es disminuido muchas veces. Por lo tanto, hemos determinado no poseer propiedades terrenales en este mundo» [7]. El deseo de conservar lo adquirido lleva a los seres humanos a violar los derechos de sus semejantes y a negar el amor de Dios. A fin de fomentar la causa de la paz, Francisco optó por la pobreza.

Las Pobres señoras de Asís

A los dos años de haber recibido los Hermanos menores la aprobación papal para su misión, se inició, en 1212, una rama femenina, la llamada «segunda orden». Clara Sciffi de Asís, (1194-1253) era la tercera de cinco hijos de una familia pudiente de Asís. Clara, una jovencita del pueblo, doce años menor que él, conoció a Francisco cuando éste había rechazado el servicio militar y el mundo del comercio para predicar su mensaje de penitencia y paz por las calles y plazas de Asís. Cuando su tío hizo los arreglos para su casamiento con un joven de bienes, Clara se rehusó y, con la ayuda de un empleado doméstico, buscó a Francisco para pedir su consejo.

Así fue que el domingo de Ramos, de 1212, Clara recibió de manos del obispo de Asís, una rama de palma simbolizando el martirio. Y al día siguiente se marchó a la Porciúncula, donde Francisco la recibió y escuchó sus votos comprometiéndose a seguirle en el camino de la perfección evangélica. Francisco y sus Hermanos la llevaron a una casa benedictina; pero pronto, cuando otras mujeres se unieron al movimiento, se marcharon a San Damián, la pri­mera iglesia restaurada por Francisco tras su conversión al seguimiento de Jesús.

En su relación con Clara, Francisco manifestó una ternura, un respeto, un amor hacia la mujer que es sorprendente en cualquier época, y tanto más en una sociedad altamente patriarcalista (por no decir machista), como lo era la sociedad medieval de aquellos años; por una parte la mujer fue idealizada (véase, por ejemplo, la literatura caballeresca); por otra, fue un constante objeto de violencias. El celibato y la castidad, libremente asumidos en el movimiento franciscano, eran más que una mera renuncia de las relaciones matrimoniales. Eran aspectos claves de su seguimiento de un Jesús, que en su propio tiempo había demostrado actitudes salvíficas realmente revolucionarias hacia la mujer y los demás marginados.

Clara, junto con la comunidad que llegó a llamarse las «Pobres señoras de Asís», permaneció en esa casa unos cuarenta y dos años, hasta su muerte en 1253. Dentro de poco tiempo se establecieron también otras comunidades filiales en Italia, Francia y Alemania. La austeridad en que vivían estas mujeres sobrepasaba los experimentos anteriores de las religiosas benedictinas y dominicas. Aunque pronto suavizaron las normas, reglamentando la pobreza en las casas filiales, la comunidad en San Damián persistió en sus votos de pobreza absoluta durante la vida de Clara.

Las Pobres señoras de Asís representan una valorización, en el espíritu del evangelio, de la mujer y su papel en la sociedad. Se le reconoce el mismo privilegio y derecho a participar en la comunidad de pobreza apostólica que asumieron los Hermanos menores.

Los franciscanos terciarios

En 1221, por iniciativa de Francisco (o quizá probablemente de su amigo y patrón, el Cardenal Ugolini) se organizó una tercera orden de Hermanos y Hermanas penitentes con la participación de laicos, involucrados en la vida secular, pero atraídos al movimiento de los Hermanos menores, quienes formaron una comunidad terciaria. Esta institución surgió del deseo de los laicos en la Iglesia medieval de encontrar oportunidades para dedicarse a vivir su fe en el espíritu y las prácticas de las órdenes mendicantes.

De modo que hombres y mujeres, viviendo en situaciones familiares normales, podían ahora aspirar a la santidad personal, a la práctica de la justicia, las obras de misericordia y paz y, a la vez, ser ejemplos en el mundo de un servicio humilde y de seguimiento a Cristo. Los terciarios procuraban vivir la perfección evangélica, a pesar de las limitaciones impuestas por su vocación secular. Las semejanzas entre estos grupos y las comunidades de «amigos» en el movimiento valdense de la misma época seguramente no eran meras coincidencias. En ambos casos, respondían, a su manera, a las corrientes de inquietud espiritual que corrían por la cristiandad de entonces.

Si el Cardenal Ugolini fue el principal responsable de la organización de los penitentes y de la regla que ordenaba su vida común, éstos debían a Francisco de Asís la inspiración original de su vida, caracterizada por la sencillez, las obras de misericordia y la paz. Su sencillez de vida, su modestia en el vestido y su rechazo de las diversiones dudosas de la sociedad medieval fueron parte del testimonio evangélico que compartían.

Se caracterizaban por una espiritualidad mística de recogimiento interior, oración y confesión. Pero ésta se expresaba concretamente en sus obras de amor y misericordia. En sus reuniones comunitarias solían escuchar la lectura de la Palabra Divina y ofrendaban para el sostén de los necesitados entre ellos, al igual que para el sostén del programa de la iglesia en la región. Ejercían una disciplina comunitaria en lugar de apelar a las autoridades eclesiásticas o civiles para la resolución de las ofensas, e insistían en que se hiciera restitución por los agravios cometidos en sus círculos.

Los terciarios se exhortaban a una humildad espiritual y a la simplicidad de vida. Se les prohibía tomar las armas contra los semejantes por la razón que fuera. Y debido a este «privilegio pacifista», muchos laicos se apresuraron a unirse al movimiento para liberarse de la obligación del servicio militar feudal. Esta objeción de conciencia contra el servicio militar duró hasta el año 1289, cuando fueron instituidas ciertas excepciones reservadas al criterio del clero: la defensa de la patria, de la Iglesia y de la fe cristiana.

Otra provisión absolvía a los Hermanos penitentes de la necesidad del jura­mento, con las únicas excepciones, las establecidas por el papa mismo. Este resultó ser un duro golpe dirigido contra el juramento feudal que obligaba al vasallo a rendir servicio militar bajo órdenes de los señores nobles, fuera éste para la defensa de las propiedades feudales, o para las campañas de expansión imperialista del emperador. Esta provisión fue duramente atacada por el poder imperial de la época.

Aunque esta objeción de conciencia no pudo mantenerse en su forma absoluta por mucho tiempo, y finalmente cedieron a las presiones sociales de la cristiandad para tomar las armas en las causas que la Iglesia consideraba dignas, se había infundido en la sociedad medieval un nuevo espíritu de paz y unidad. La simplificación de la vida, mediante una pobreza libremente asumida en solidaridad con los necesitados y una dedicación al servicio de los marginados y oprimidos, seguramente representaba un ministerio que Francisco hubiera codiciado para todos sus hermanos en Cristo.

Los franciscanos primitivos y el movimiento valdense [8]

Las semejanzas entre los comienzos de la orden franciscana y el movimiento valdense son realmente notables. Surgieron en la misma parte de Europa: los franciscanos en Italia central y los valdenses en el sur de Francia y el norte de Italia. El movimiento valdense anticipó al franciscano apenas unos treinta años. Igual que Valdo, Francisco recibió su inspiración de la vida de la comunidad mesiánica reunida en torno a Jesús. Francisco escribió en su testamento, «nadie me mostraba lo que habría tenido que hacer, pero el Altísimo mismo me reveló que tendría que vivir según el modelo del Santo Evangelio» [9].

Para ambos, la pobreza debía caracterizar la predicación itinerante, como imagen de la peregrinación libre de la Iglesia en la historia. Mediante su pobreza apostólica (es decir, pobreza libremente asumida en función de la evangelización), tanto los frailes menores como los Pobres de Lyon deseaban presentar en vivo el evangelio entre los hombres a fin de poder comunicarlo con autenticidad. Mientras Valdo insistía en los derechos del laicado a predicar, Francisco rehusó ejercer la función de «prior» en el movimiento que, a pesar suyo, se convirtió pronto en una orden formal bajo el amparo de la institución eclesiástica. Los dos eran cristianos carismáticos de extracción burguesa que, confrontados con la vocación evangélica al seguimiento de Jesús, reaccionaron de maneras similares en situaciones semejantes.

Entre las diferencias más destacadas estaba la disposición a permitir que el papa les impusiera un carácter sacerdotal a los franciscanos, cosa que Valdo y los diversos grupos valdenses jamás estuvieron dispuestos a aceptar. Su disposición a someterse a la Santa Sede, a pesar de sus reticencias personales, explica la aprobación que obtuvo Francisco de la Iglesia. Desde el principio, Inocencio III advirtió que su programa de pobreza absoluta y predicación itinerante reflejaba los mismos métodos y doctrinas valdenses. En el año 1210, Francisco y sus primeros doce compañeros se hicieron clérigos recibiendo la tonsura de manos de las autoridades eclesiásticas. Y de allí en adelante, no expresó la menor duda sobre la autoridad del clero y su carácter sacerdotal basado en el poder sacramental de la ordenación.

Francisco y Valdo entendieron de maneras muy diferentes la obediencia evangélica. Para Francisco, la obediencia conllevaba someterse a la autoridad humana de la Iglesia porque en ella estaba la gracia. Pero Valdo llegó a distinguir entre la autoridad de Cristo, y la de la sociedad constituida encarnada en la institución eclesiástica. Para explicar la actitud de Valdo no hay que buscar sus causas en un individualismo de tipo moderno. Valdo también apreciaba las dimensiones comunitarias del evangelio, pero era más severo en su crítica de las dimensiones sociales antievangélicas que predominaban en la cristiandad. Las diferencias en la actitud papal hacia estos dos movimientos de pobreza apostólica se deben, sin duda, a las diferencias de sus respuestas a la autoridad papal. Probablemente sea demasiado sugerir, como lo ha hecho el profesor Albert Hauck, «que fue pura cuestión de suerte que Valdo se haya convertido en un hereje y no en un santo» [10].

Entre Francisco y los Pobres lombardos también hubo semejanzas en cuanto a sus actitudes hacia el trabajo manual. Francisco apreciaba el trabajo manual. Nunca habló del trabajo como maldición o castigo por el pecado. Estuvo dispuesto a cumplir los servicios más humildes, incluso entre los leprosos. Los Pobres de Lombardía también apreciaban el trabajo, se organizaron en comunidades de fe y trabajo. Pero ambos grupos tomarían decisiones diferentes, en relación con el sometimiento a la autoridad de la Iglesia institucional, que les llevarían en direcciones contrarias. Hacia el año 1218, precisamente cuando los dos grupos tomaban estas decisiones, unos discípulos de Francisco se encontraron con algunos de los seguidores de los valdenses italianos. Los franciscanos sorprendidos, clamaron: «¡Señor protégenos de la herejía de los lombardos y de la barbarie de los alemanes!» [11]

Para los franciscanos, el retorno a la pobreza evangélica resultaba ser un camino de perfección, reservado para pequeños grupos dentro de la cristiandad. Para los valdenses, el retorno a la pobreza evangélica significaba una solidaridad positiva, aún más auténtica y más directa, con los desheredados de la sociedad medieval. Para ellos, resultaba ser la única posibilidad para conducir a la Iglesia por la vía de la obediencia al Señor. Por su parte, ni Valdo ni los Pobres lombardos estaban dispuestos a someter su movimiento al control de la iglesia oficial.

Los franciscanos y los valdenses tuvieron en común una disposición a encarnar el evangelio en su propio ambiente y en la época que les tocaba vivir. Los dos mantuvieron nexos con una civilización cada vez más urbana, pero deseosa de una nueva espiritualidad, de lazos más íntimos y directos con Dios, y de reformas de raíz en la comunidad de fe. Pero estos movimientos no fueron meros reflejos de su época ni productos de las nuevas clases sociales que surgían. Los dos representaban expresiones de protesta contra una sociedad feudal, con sus estructuras inhumanas y opresivas, y también contra la sociedad ciudadana, con sus valores también alienantes y materialistas.

Conclusión

En 1230, cuatro años después de la muerte de Francisco, el testamento que definía las relaciones dentro de la orden de los Hermanos menores fue modificado por el papa Gregorio IX, abriéndoles la posibilidad de adquirir propiedades. Esto condujo a la formación de un grupo disidente conocido como los espirituales. Esta tensión continuó dentro de la orden y en 1318 Juan XXII tomó una decisión contraria al grupo más estricto, autorizando la adquisición de bienes. Muchos de los espirituales salieron de la orden llegando a ser conocidos, en el espíritu de Francisco, como los fraticelli.

Para fines del siglo XIV y principios del XV, tras un período de creciente laxitud cuando los franciscanos experimentaron un aumento de prosperidad material, surgieron los observantes, un nuevo grupo reformista. Obtuvieron el reconocimiento eclesiástico en el Concilio de Constanza en 1415. Luego, tras un siglo de coexistencia con los conventuales, fueron declarados la verdadera Orden de San Francisco en 1517. Para esta misma época, en 1529, otra reforma, con miras a restaurar una simplicidad primitiva, llevó a la organización de los capuchinos, que volvieron a enfatizar los ideales franciscanos de la pobreza y la austeridad en función de su predicación evangelizadora.

En el Poverello de Asís, encontramos a un hombre de una sinceridad que le llevó a apostar su vida misma a fin de alcanzar sus ideales, desafiando los obstáculos de todos los tiempos, la capitulación al materialismo y a la violen­cia en las relaciones sociales. Estamos en presencia de una auténtica voz profética apuntando hacia los valores realmente trascendentes y hacia el camino de la liberación humana.

 


1. Regis J. Armstrong, y Ignatius C. Brady: Francis and Clare: The Complete Works, Nueva York, Paulist, 1982, p. 109.

2. Ibíd., pp. 121-122.

3. Ibíd., pp. 38-39. Este cántico aparece en versión italiana en Leonardo Boff: Saint Francis: A Model for Human Liberation, Nueva York, Crossroad, 1990, pp. 43­44.

4. Ibíd. , p. 154.

5. Citado en Williston Walker: Historia de la Iglesia cristiana, Kansas City, MO, Casa Nazarena de Publicaciones, 1991 (1." ed., 1957), p. 258.

6. Ibíd., p. 258.

7. Ray C. Petry: Francis of Assisi: Apostol of Poverty, Nueva York, AMS, 1964, p. 62.

8. Amedeo Molnár: Historia del valdismo medieval, Buenos Aires, La Aurora, 1981, pp. 71-74.

9. Regis J. Armstrong, y Ignatius C. Brady, op. cit., pp. 154-155.

10. Donald F. Durnbaugh: La Iglesia de creyentes. Historia y carácter del protestan­tismo radical, Guatemala, Semilla-CLARA, 1992, p. 50, n. 13.

11. Amedeo Molnár, op. cit., p. 73.