Colección de lecturas
 

PDF El donatismo

La fe en la periferia de la historia
por Juan Driver
Copyright © 1997 Ediciones SEMILLA (Guatemala) y CLARA (Colombia)
Reproducido aquí con permiso.



Capítulo 6.

El donatismo

Constantino Augusto, a Milcíades, obispo de Roma, y a Marcos. En muchas comunicaciones recibidas de Anulinus, el ilustre procónsul del Africa, Ceciliano, el obispo de Cartago, ha sido acusado de muchas cosas por sus colegas africanos. Y ya que es una cuestión sumamente grave, que en esas provincias de vasta población que la Providencia divina me ha confiado, la unidad ha comenzado a deteriorar dividiéndose en dos partidos, y entre otros, los obispos están divididos. He resuelto que el mismo Ceciliano, junto con 10 obispos contrarios y 10 más de su partido, viajen a Roma. Y tu, estando presente, … podrás ser consultado en rela­ción con la ley sagrada. … Y ya que tengo tanta estima para la santa Iglesia católica, yo no deseo que tu dejes ningún lugar para el cisma ni para la división.

Constantino Augusto, a Ceciliano, obispo de Cartago. Como hemos de­terminado que en todas las provincias del África, Numidia y Mauritania, algo debe ser donado a ciertos ministros de la legítima y más santa reli­gión católica, a fin de cubrir sus gastos. Yo he entregado cartas a Ursus, el más ilustre teniente gobernador del África, y le he instruido a colocar a su disposición tres mil falles [aproximadamente $10 000]. … Y como he sabido que algunos hombres, de mentes inestables, desean desviar a la gente de la santísima Iglesia católica, mediante una adulteración perni­ciosa, deseo que tu sepas que he dado al procónsul Anulinus y a Patricio, comandante de la prefectura, las instrucciones siguientes: que, entre todos, presten atención especial a esta cuestión que no debe ser ni tolerada ni pasada por alto. Por lo tanto, si tu observas a estos hombres perseverando en esta locura, procederás sin tardar a estas autoridades para que tomen acción como yo les he mandado, estando presente. (Eusebio: Historia eclesiástica, X.5,6) [1]

¿Pero qué tenéis que ver con los reyes de esta tierra? … Un rey persiguió a los hermanos de los macabeos. Un rey también condenó a los tres jóve­nes hebreos a las llamas santificadoras, sin saber lo que hacía, dándose cuenta luego que él mismo luchaba contra Dios. Un rey buscó la vida del niño Salvador. Un rey le expuso a Daniel, como pensaba él, a ser devorado por las bestias salvajes. Y el Señor Cristo mismo fue muerto por el juez más cruel del rey. … Así vosotros también no cesáis de asesinarnos a nosotros que somos justos y pobres (pobres en los bienes de este mundo, pues por la gracia de Dios nadie es pobre). Y aunque no matáis a los hombres con la mano, no dejáis de asesinarlos con las lenguas carniceras. (Agustín: Las Cartas de Petuliano, el donatista, II.93-202) [2]

El movimiento donatista fue uno de los fenómenos más interesantes de la Iglesia primitiva. Pero, para nuestro conocimiento del movimiento, tenemos que depender de los documentos de la iglesia oficialmente establecida. Incluso, en los casos de los testimonios directos de los protagonistas donatistas, tenemos que depender de citas que aparecen en los escritos de sus adversarios, los polemistas católicos.

Breve descripción del movimiento donatista [3]

El donatismo fue un movimiento popular explosivo que se extendió rápidamente por el norte del continente africano. Para el año 392 San Jerónimo escribió que «la religión de Donato ha ganado a prácticamente todo el África» [4]. Durante la última mitad del siglo cuarto, ni siquiera los emperadores romanos pudieron prevalecer contra ellos. En el norte de África, durante este período, el catolicismo romano fue reducido al papel de una minoría disidente.

Los comienzos del cisma donatista se hallan en las persecuciones imperiales bajo Diocleciano en los años 304-305. En los procesos contra las autoridades de las iglesias, algunos líderes cedieron bajo las intensas presiones y ame­nazas de sus perseguidores imperiales, entregando las copias de las Escrituras que las congregaciones les habían confiado para su custodia. Pero muchos de los cristianos en el norte del África condenaron estas acciones cobardes de los traditores, o traidores, como se llamaban.

En el año 311, tras la muerte del obispo Mensurio de Cartago, el archidiá­cono Ceciliano fue consagrado obispo de Cartago y primado de la Iglesia en el norte del África. Esta súbita acción suscitó una división en la Iglesia. Ceciliano era un oportunista, su política estaba decididamente en favor del imperio, tenía una espiritualidad mediocre y era intransigente en sus tratos. Fue acusado de parcialidad en sus tratos con las víctimas de la persecución y, al parecer, carecía de la plena confianza de la Iglesia. Pese a las sospechas populares, aun cuando Ceciliano mismo no había sido traditor en las persecuciones, aparentemente uno de los obispos participantes en el acto de su consagración episcopal sí lo era.

Tenemos un ejemplo de la actitud popular en el África hacia los cristianos, y sobre todo hacia los líderes eclesiásticos que claudicaron bajo la persecución, en la reacción del grupo de fieles que fue descubierto por las autoridades imperiales en una zona rural en el interior de Numidia y llevado a Cartago para ser procesado. Encarcelados, ellos resistieron todas las amenazas, declarando que nadie que mantenía comunión con los traditores participaría de la dicha del paraíso.

Estos confesores sencillamente seguían la tradición de los grandes cristianos africanos, Cipriano y Tertuliano, que pensaban que el poder para atar y desatar residía en la comunidad cristiana. Pero esta declaración representaba un desafío a la jerarquía eclesiástica, pues muchos clérigos habían vacilado bajo la persecución, entregando las Escrituras a las autoridades imperiales.

El donatismo era un movimiento popular. Se formó en Cartago de un amplio sector de disidentes contra la consagración de Ceciliano y de un grupo muy grande representado por los pastores de las congregaciones rurales esparcidas por la provincia de Numidia. Los factores que dieron cohesión y solidaridad al movimiento fueron la memoria viva del testimonio reciente de los mártires y confesores africanos y una adhesión comprometida a la teología de Cipriano.

Líderes capaces y cultos, de origen urbano, tales como el adversario de Agustín, Macrobio; Parmesiano, el cartaginés culto que presidió el movimiento durante treinta años; y Donato mismo, todos ellos mostraron una afinidad extraordinaria con sus hermanos rurales, sencillos, rústicos, y un tanto fanáticos, en la expresión de su fe. En el movimiento donatista estas diferencias sociales fueron superadas e importaron menos que la confraternidad en la comunidad de la fe.

También hubo factores políticos y económicos que contribuyeron al cisma. Desde sus comienzos, la Iglesia norteafricana había sido fuertemente romanizada. El latín siguió siendo la lengua oficial de la Iglesia. De hecho, durante los siete siglos que duró la Iglesia cristiana en el norte del África, la Biblia nunca llegó a traducirse a ninguna de las lenguas autóctonas de esa región. En la Iglesia, también se reflejaba una mentalidad expansionista e imperial, pues el obispo de Roma era considerado árbitro en cuestiones eclesiásticas norteafricanas. Los disidentes no pudieron menos que ver las implicaciones imperialistas de esta política y se referían despectivamente a la Iglesia católica en el África como «ultramarina». Y acusaban a sus obispos, no sin razón, de ser «agentes del imperio».

Los pueblos indígenas, radicados lejos de Cartago en las provincias rurales, tales como Numidia, tendían a ser pobres, en contraste con la elite católica cartaginense de orientación colonialista y con fuertes lazos socioeconómicos con Roma. Para los pueblos berebere del altiplano numidiano, el donatismo representaba una expresión de esperanza en medio de sus luchas por sobrevi­vir y sus profundos reclamos frente a las injusticias inherentes en el orden socioeconómico imperante. Tales tensiones influyeron en las relaciones eclesiales. Esta combinación de las clases bajas norteafricanas y el liderazgo del episcopado numidiano contribuyó fundamentalmente al surgimiento del donatismo en el África.

Constantino, interesado en la unidad política del imperio, citó a las partes en el conflicto africano a una audiencia imperial en Roma ante la presencia del obispo romano. Pero al final, Constantino terminó arbitrariamente decretando la inocencia de Ceciliano. En el norte del África sólo hubo una resistencia, aun más decidida, ante esta decisión imperial. Como consecuencia de su insatisfacción con la marcha de la Iglesia, los cristianos más serios y compro­metidos eligieron su propio obispo, Mayorino, que fue consagrado por los obispos de Numidia. De esta forma, el cisma llegó a ser una realidad concreta.

En el año 317, Constantino ordenó la confiscación de las propiedades donatistas y el exilio para sus autoridades eclesiásticas. También fue en vano. Los intentos de parte de Constantino de imponer una solución a la crisis africana sencillamente sirvieron para confirmar la convicción de la mayoría de los cristianos africanos sobre la enemistad fundamental que caracterizaba las relaciones entre la Iglesia y el poder civil.

Finalmente, en el año 321, Constantino —a regañadientes— reconoció el movimiento donatista al punto que estuvo dispuesto, por lo menos, a tolerarlo. Mientras tanto, el grupo cismático, tras la muerte de Mayorino, había consagrado a Donato como su nuevo obispo.

Donato era un líder con cualidades realmente extraordinarias. Era un orador elocuente. Sus adversarios lo acusaban de arrogancia. Era un hombre inteligente, culto, y tremendamente carismático en su capacidad para inspirar la confianza y la lealtad de sus seguidores. Sus adeptos no tardaron en llamar­le «Donato el grande», cosa no muy común entre autoridades eclesiásticas. Era «el orgullo de Cartago y hombre con la gloria de un mártir». Según la opinión popular, poseía el poder para obrar milagros. Aun Agustín, su decidido adversario, le llamó «una piedra preciosa» precisamente por sus extraordinarios escritos que, desgraciadamente, fueron totalmente destruidos [5]. Donato continuó como el líder principal del movimiento cismático hasta el año 350. Mientras tanto, la Iglesia leal a Roma fue reducida al papel de una sombra al lado del movimiento donatista.

Hubo deficiencias en el movimiento donatista que, tras el largo período de su ascendencia absoluta sobre la parte de la iglesia aliada con Roma, se hicieron más evidentes. Mediante sus «éxitos», el donatismo había llegado a ser, de facto, una iglesia establecida. Algunas de sus declaraciones reflejan una arrogancia espiritual. Según ellos, no era conveniente que «los hijos de los mártires se reúnan juntos con la cría de los traidores» [6]. La Iglesia donatista gozaba de una amplia popularidad en África, y muchas personas que carecían de esa ardiente convicción, que había inspirado al movimiento en un principio, llegaron a hacerse miembros. De modo que los adversarios de los donatistas a fines del siglo IV y a principios del siglo V, como Agustín de Hipona y el emperador Teodosio, se encontraron luchando contra un movimiento que ya estaba en decadencia.

Durante las últimas décadas del siglo cuarto y las primeras del quinto, las relaciones entre los dos grupos se caracterizaron por la polémica. En estos debates Agustín fue el principal vocero de la Iglesia católica. Finalmente, en el año 405 el imperio intervino de nuevo contra los donatistas. En una audien­cia celebrada en Cartago, se emitió un edicto imperial que proscribía el movimiento donatista. Sin embargo, en forma oficialmente marginada e internamente debilitada, el movimiento donatista perduró aun hasta principios del siglo VIII, cuando lo que quedaba del cristianismo en el norte del África fue arrasado por las fuerzas musulmanas del este y el Islam comenzó su largo dominio sobre el espíritu norteafricano. Entre los rasgos principales que caracterizaban el movimiento donatista destacamos los siguientes.

La Iglesia: una comunidad del Espíritu

La doctrina del Espíritu era primordial para el movimiento donatista, tanto como lo había sido en la Iglesia del tiempo de Tertuliano. Los donatistas concebían la Iglesia como la comunidad de los escogidos de Dios en la tierra, viviendo en la plena expectativa de recibir una convocación divina a su desti­no predilecto. Emplearon las mismas imágenes para la Iglesia que sus antecesores africanos, Cipriano y Tertuliano, habían usado, el jardín de Dios y el arca de la salvación.

El Espíritu de Dios se movía en la Iglesia y en sus asambleas. Para ellos la palabra del Espíritu se hallaba en la Biblia. Un escritor donatista lo expresó en la forma siguiente. «En nuestra Iglesia, las virtudes del pueblo son multiplicadas por la presencia del Espíritu. El gozo del Espíritu consiste en vencer mediante los mártires y salir triunfantes en los confesores.» (Acta de Saturni­no, XX) [7]. En estos círculos, ser cristiano significaba ser como el obispo-mártir Marculo, que tenía la Biblia constantemente en sus labios y el martirio en su corazón [8].

La Iglesia: una comunidad disciplinada y santa

La visión de Donato, y del movimiento que lleva su nombre, era sencilla. Como Dios es uno, también lo es su Iglesia, y su marca principal es la santidad. Pero, para los donatistas, la integridad de la Iglesia yace en la integridad de sus miembros —quienes, sellados mediante el bautismo, viven en concor­dia con sus pastores. Los donatistas demostraban su fe mediante el arrepentimiento y el testimonio de sufrimiento bajo la persecución. Su meta final era sufrir la muerte del mártir. Para ellos no había salvación fuera de esta comunidad de los escogidos. Otros aspectos, tales como el favor imperial, su influencia global y aun su catolicidad, no eran pertinentes. En todo esto, los donatistas se parecían más a las comunidades cristianas africanas, del tiempo de Cipriano en el siglo anterior, que a sus adversarios, Ceciliano y las iglesias católicas contemporáneas.

Una cuestión debatida entre los donatistas y los católicos era ésta, ¿Dónde está la Iglesia? La respuesta del movimiento donatista era sencilla. La Iglesia se halla en el África, en la comunidad donatista. En contraste con los cristianos leales a Ceciliano, su visión de la Iglesia era notablemente autóctona. Los donatistas defendían su separación de Ceciliano y sus seguidores. El obispo donatista, Petiliano, decía, «En el Salmo 1 David distingue entre los bienaventurados y los inicuos. No formando dos partidos, sino excluyendo a los inicuos de la santidad. Bienaventurado el hombre que no anda en el consejo de los malos, ni se para en el camino de los pecadores». (Agustín: Cartas de Petiliano, II.46-107. [9])

El mismo Agustín fue confrontado por grupos sinceros de pastores y de laicos donatistas, que discutían pasajes bíblicos con él, convencidos de que Agustín y su grupo eran «hijos de los traidores». Donato, al igual que Montano antes de él, pensaba que la santidad de la Iglesia se manifestaba en la vida de sus miembros, más bien que en la simple presencia espiritual e invisible de Cristo en ella.

El problema de la claudicación de los cristianos en tiempos de persecución había estado presente en la Iglesia norteafricana desde la época de Cipriano. y los sectores más rigurosos insistían en la necesidad de un arrepentimiento auténtico antes de poder ser restaurados a la comunión de la Iglesia. Los donatistas, al igual que los católicos, estaban dispuestos a recibir de nuevo a sus miembros lapsos. Pero los donatistas iban más lejos que los católicos, insistían en la pureza del clero. Según los donatistas, los actos sacramentales del clero en pecado mortal perdían su validez. Así lo expresó Petiliano, obispo donatista de Constantino alrededor del año 400: «Lo que nosotros buscamos es la conciencia del que otorga el bautismo, haciéndolo en santidad a fin de santificar al que lo recibe. Porque el que, a sabiendas, recibe la fe del infiel, no recibe la fe, sino la infidelidad» [10]. Para los donatistas la santidad de la Iglesia se expresaba más claramente a través de la vida de sus miembros. En contraste, los católicos, con Agustín, hacían depender la santidad de la Iglesia de la autenticidad de sus instituciones sagradas.

A comienzos del siglo V (399-412), Agustín dedicó una docena de años a combatir al movimiento donatista. En esta gran polémica quedaron aclaradas y definidas, en gran parte, las posiciones de la Iglesia católica en relación con las cuestiones debatidas.

Agustín defendió la posición católica sobre la universalidad de la Iglesia contra la insistencia donatista sobre la integridad de la vida eclesial. Según él, solamente en una Iglesia universal pueden cumplirse las promesas dadas por Dios a Abraham. Por lo tanto, la autenticidad de la Iglesia está determinada por su comunión con toda la comunidad apostólica en el mundo.

En cuanto a la cuestión de la santidad de los miembros de la Iglesia, Agustín respondió que la Iglesia en la tierra es un «cuerpo mixto», compuesto de lo limpio y lo inmundo. Y la separación de los dos no vendría hasta el juicio final. Porque, como decía Agustín, «el campo del Señor es el mundo, —no solamente el África—; y la cosecha viene al fin del mundo, —no solamente en la era de Donato». (Agustín: Cartas de Petiliano, III.2-3) [11]. Lo que Agustín dejó sin aclarar, para la plena satisfacción de sus adversarios donatistas, era la relación entre «el mundo» y la Iglesia católica, como «campo» en el que el trigo y la cizaña crecen juntos.

Para Agustín, entonces, la Iglesia era el pueblo verdadero de Dios, univer­sal y unido mediante los sacramentos, cuya cabeza y raíz no eran los ministros individuales, sino Cristo mismo. Por lo tanto, la validez de los sacramentos quedaba garantizada, sin importar quien los administrara. Los ministros indignos, entonces, no se consideraban como impedimentos para la comunicación eficaz de la gracia sacramental. En este proceso quedaron objetivizados los medios de gracia en detrimento de una salvación que se manifiesta principalmente en las relaciones restauradas con los semejantes y con Dios.

Una Iglesia de mártires

A pesar del sufrimiento de su pueblo a manos de las autoridades imperiales, la respuesta del movimiento donatista no era incitar a la revolución armada, sino a prepararse para el martirio esperado. En una consulta con católicos en Cartago en el año 411, los donatistas redactaron una confesión de fe identificándose como un pueblo que, junto con sus «obispos de la verdad católica sufre la persecución, pero que, por su parte, no persigue» [12].

La persecución fomentada por los falsos cristianos (la Iglesia católica aliada con el imperio) era el destino que les tocaba a los fieles. Como Tertuliano había hecho unos 150 años antes, Donato enseñaba que la persecución era un medio divino para separar a los justos de los injustos aquí en la tierra. Para ellos, la salvación y el sufrimiento estaban íntimamente relacionados.

En las iglesias de las zonas rurales, situadas en el altiplano numidiano, existía una devoción apasionada dedicada a la conmemoración de sus mártires. Bajo los altares de sus humildes capillas, construidas con su propio sudor de acuerdo con el típico diseño de las basílicas antiguas, no faltaba una urna que contenía alguna reliquia de un mártir. En el culto popular, el sufrimiento y el martirio de los cristianos eran elementos fundamentales.

Estas capillas del altiplano en el interior de Numidia reflejan algo de la esencia misma del movimiento donatista. Cada capilla era dedicada a algún grupo de mártires cuyas vidas de testimonio, hasta la muerte, proveían el eje alrededor del cual giraba la vida religiosa de la comunidad. La esperanza de cada creyente era recibir sepultura dentro de las paredes de su capilla. En estas comunidades cristianas rurales, dedicadas a resistir —mediante su testimonio hasta la muerte— todas las presiones imperialistas para meterlos en sus moldes, encontramos un ejemplo de fidelidad probablemente único en el mundo grecorromano de la época [13].

Fortalecido por los sufrimientos de la persecución, el movimiento donatista creció enormemente en el África del Norte. Finalmente, esta minoría disidente y cismática llegó a ser al grupo mayoritario en esa región.

El cristianismo norteafricano rural y la protesta social

Bajo los sucesores de Constantino hubo una considerable expansión en las plantaciones de olivares en el norte de África. Para facilitar su explotación y comercialización surgió una tremenda burocracia imperial que, a la vez, condujo a grandes incrementos en las cargas impositivas. De modo que una parte considerable de la población rural fue sometida a la extorsión y a otros abusos de cobradores de impuestos insensibles y crueles. El peligro del endeudamiento y la posibilidad de caer en la servidumbre estaban siempre presentes.

Para mediados del siglo IV la zona rural norteafricana había llegado a ser predominantemente cristiana. Y debido a las diferencias sociales y económicas, hubo un marcado distanciamiento entre la jerarquía eclesiástica católica y las comunidades cristianas rurales. De modo que la reacción a las injusticias socioeconómicas tomó la forma de una protesta, principalmente dentro del marco del movimiento donatista.

En este contexto sociorreligioso surgieron los circunceliones alrededor del año 340. Al principio era un movimiento de protesta social en la tradición de los mártires y de inspiración macabea. Reclamaron la identidad donatista, aunque nunca estuvieron dispuestos a someterse a sus pastores. Se formaron bandas armadas itinerantes, dedicadas a la reivindicación de la población oprimida contra sus opresores ricos, mediante la destrucción de los archivos de los acreedores y otras amenazas y actos violentos, tanto simbólicos como concretos [14].

Es evidente que esta ala extremista surgió entre los donatistas en reacción a las injusticias sociales y económicas. La enemistad, anteriormente limitada a las autoridades imperiales perseguidoras, ahora llegaba a dirigirse contra otros opresores, los terratenientes, los acreedores y hacia la clase pudiente en gene­ral. Sus quejas principales eran el endeudamiento del sector agrícola con su triste secuela de cobranzas violentas, de desalojos, de servidumbre y hasta de esclavitud.

Estos revolucionarios sociales reclamaban autoridad bíblica para justificar sus acciones. Dedicados a la veneración de los mártires, ellos mismos vivían a la expectativa del martirio. Aparentemente hubo casos en que militantes fanáticos buscaban el martirio tirándose de un precipicio en las montañas. Vivían de las provisiones que encontraban en las capillas cristianas en las aldeas rurales numidianas. Los circunceliones, al parecer, fueron el primer grupo cristiano que trató abiertamente de subvertir por la fuerza el orden existente en busca de un cambio total de sus valores. En cierto sentido, anticiparon a otros movimientos agrarios y bíblicos de la Europa occidental en la Edad Media: los campesinos ingleses en 1381 y la sublevación de los campesinos alemanes en los años 1524-1525 [15].

Los circunceliones y los donatistas compartían una franca antipatía hacia el poder imperial. Los primeros estuvieron dispuestos a recurrir a la violencia para defender la causa de los pobres y marginados contra la opresión de las autoridades imperiales. Los últimos se dedicaron a formas no violentas de protesta, aunque éstas pudieran conducir a la persecución, al exilio, y aun hasta la muerte. Pero, en ambos casos, su antipatía no se limitaba a una mera oposición contra el imperio romano, como institución política, sino contra «el mundo» bajo el dominio satánico. El imperio era el agente concreto y visible de ese poder demoníaco contra el cual luchaban [16].

La relación entre la Iglesia y el Estado

La protesta donatista inicial giraba en torno a la constitución concreta de la Iglesia, en lugar de cuestiones dogmáticas. Los donatistas insistían en el nom­bramiento de pastores de reconocida integridad moral y de testimonio intachable. La disciplina en la Iglesia debía ser ejercida entre los cristianos en contextos congregacionales o sinodales (es decir, en asambleas regionales), en lugar de recurrir a las autoridades civiles.

Por su parte, Constantino había procedido de buena fe —podemos suponer— como autoridad política, a fin de preservar la concordia entre grupos de cristianos en el imperio. «Con el favor divino, viajaré al África y demostraré con un veredicto inequívoco, tanto a Ceciliano, como a aquellos que parecen oponérsele, exactamente cómo la Deidad Suprema debe ser adorada. … ¿Qué más puedo hacer? De acuerdo con mi práctica acostumbrada y mi posición como príncipe soberano, después de echar fuera el error y destruir las opiniones peregrinas, obligaré a todos a ponerse de acuerdo a fin de seguir la reli­gión verdadera y la sobriedad de vida, y rendirle al Todopoderoso el culto que le es debido.» (Constantino: Carta a Domitius Celsus) [17].

En efecto, tanto en su pensamiento como en su acción, Constantino se ha­bía hecho vicario de Dios mismo. En este contexto la pregunta de Donato, dirigida a sus adversarios dentro de la Iglesia católica, era la más obvia y resume elocuentemente la protesta donatista: «¿Qué tiene que ver el emperador con la Iglesia?»

Esta antipatía contra el Estado, por parte de los donatistas, sólo aumentó cuando las autoridades imperiales recurrieron a la fuerza contra algunas de sus prácticas, tales como el rebautismo de miembros del clero que habían claudicado bajo las presiones de la persecución. En lugar de contribuir a la solución del cisma, sólo se incrementó el número de mártires, ya venerados en el movimiento donatista.

Agustín de Hipona llegó a ser el principal vocero de la Iglesia oficial en su polémica contra los donatistas, y fue el más efectivo. En lo que debe considerarse como uno de los momentos más trágicos en la historia del pueblo cristiano, Agustín llegó a justificar la violencia contra los cristianos cismáticos a fin de «forzarlos a entrar».

Anteriormente, Agustín había insistido en que los herejes debían ser tratados con ternura. Pero en el calor de la polémica, Agustín se volvió un tanto prepotente e intransigente en el debate. No reconoció ningún lugar en la Iglesia para opiniones y prácticas minoritarias. La Iglesia era «la madre verdade­ra de todos los cristianos», (Sobre la religión verdadera) [18], y en consecuencia poseía los poderes para disciplinar a los recalcitrantes. En vano Cresonio, su adversario donatista, señalaba que la verdad había surgido muchas veces pre­cisamente de las minorías, que, por lo tanto, debían ser respetadas. En efecto, Agustín estaba echando las bases teológicas para la política imperial de Teodosio, según la cual, la heterodoxia llegaba a ser un delito punible por el Estado.

La persecución de los cristianos a manos de los cristianos sería el paso final en el proceso que se había iniciado bajo el reinado de Constantino, cuando éste otorgó privilegios al clero ortodoxo relacionado con Ceciliano, negándoselos a los donatistas. En sus cartas y debates entre los años 399 y 412, Agustín justificó la intervención del Estado en la vida religiosa de sus súbditos, de modo que la persecución llegó a ser un elemento legítimo en el cumplimiento de este papel.

Agustín pensaba que el origen del Estado se encontraba en la caída de Adán. Era el medio divino para mantener la ley y el orden en la tierra, frenando así la pecaminosidad humana. Ahora, con su conversión al cristianismo, Constantino había sido comisionado a velar por la seguridad y la libertad de la Iglesia a fin de dedicarse a sus actividades salvíficas. Pero, en la mejor tradición bíblica, tanto en la veterotestamentaria como en la apostólica, los donatistas insistían que entre el Estado y la Iglesia cristiana siempre habría oposición. Y señal de ésta era la represión de los así llamados herejes y cismáticos.

Pero las presuposiciones de Agustín no le permitían hacerles caso. El concepto agustiniano de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en términos de «las dos espadas» no era tan sólo una teoría, basada en una exégesis dudosa de Lucas 22:38. También sirvió de base de acción para los dos protagonistas divinamente comisionados a ejercer la autoridad espiritual y temporal sobre la sociedad humana, la Iglesia y el Estado.

Por lo tanto, Agustín no dudó en pedir la ayuda de las autoridades civiles en la lucha de la Iglesia católica contra los herejes y cismáticos. Tomaba esta posición, no solamente porque se preocupaba por el bienestar eterno de sus adversarios donatistas. En el fondo, también existía el temor de una revolu­ción social, incluyendo la sublevación de los pueblos indígenas contra los terratenientes urbanos. Y él sospechaba que los ideales donatistas podrían estar contribuyendo a esta eventualidad. El conservadurismo de Agustín le llevó a pensar que las relaciones sociales entre personas y clases estaban de­terminadas por ordenanza divina. Y la existencia de una África romana era deseada por Dios [19].

En el año 396, Agustín apeló a las autoridades imperiales en Hipona contra las actividades —que él consideraba ilícitas— de los donatistas. Él los consi­deraba, no solamente como cismáticos, sino como herejes sujetos a la represión imperial, exactamente de la misma manera en que lo eran los criminales comunes. Agustín llegó a invocar medidas represivas oficiales, no sólo porque temía los excesos donatistas, sino porque pensaba que la represión coerci­tiva sería la forma más eficaz para confrontar la amenaza donatista.

Originalmente pensé que nadie debiera ser coaccionado a entrar a la unidad en Cristo, y que debiéramos actuar sólo con palabras, luchar sólo con argumentos, y prevalecer sólo con la razón. … Pero mi opinión fue cambiada … por los casos concretos. … Mi propio pueblo, que aunque anteriormente había sido completamente donatista en sus lealtades, ha sido convertido a la unidad católica por temor de los edictos imperiales. (Agustín: Cartas, XCIII) [20].

En la misma carta Agustín usó el texto de Lucas 14:23, «fuérzalos a en­trar», para justificar la persecución violenta contra los donatistas. Sin duda, la exégesis empleada por Agustín en su interpretación rompe con todos los cánones de la interpretación bíblica. Pero, a partir de entonces, con el apoyo del doctor de la Iglesia, Agustín de Hipona, éste llegaría a ser uno de los legados más desgraciados heredados por la cristiandad occidental. Agustín, el joven sensible, inquieto, y siempre indagando, había llegado a ser uno de los padres de la inquisición. Los responsables de la feroz represión contra los herejes durante la Edad Media reclamaron la autoridad agustiniana como base de sus actuaciones. Y el edicto de Teodosio, autorizando la aplicación de la pena de muerte contra los donatistas que volvían a bautizar a los cristianos lapsos, llegó de nuevo a ser invocado por las autoridades imperiales a fin de justificar la ejecución de los anabaptistas en el siglo XVI.

En los años siguientes algunos de los donatistas más pudientes se convirtieron al catolicismo. Por otra parte, hubo muchas conversiones al donatismo y un tremendo aumento de actividad revolucionaria violenta asociada con el movimiento de los circunceliones.

En enero del año 412, mediante un edicto imperial, la Iglesia donatista fue proscrita. Sus propiedades fueron confiscadas y se impusieron pesadas multas sobre los que se rehusaron a volver al catolicismo africano. Así que, el movimiento donatista pasó a la clandestinidad, con sus líderes viviendo como fugi­tivos de la justicia.

Pero Agustín permaneció intransigente hasta el final de su vida. En el año 417 le escribió una larga carta al comandante militar en el norte del África, Bonifacio, justificando plenamente la represión violenta del donatismo. Más tarde, este mismo Bonifacio, profundamente atribulado por la muerte de su esposa, pensaba abandonar su carrera militar y dedicarse a la vida monástica. Cuando Agustín lo supo, le escribió a fin de persuadirle a seguir sirviendo a Dios como militar. «No pienses que nadie puede agradar a Dios si milita entre las armas de guerra. … Cuando te armas para pelear, piensa ante todo en esto: también tu fuerza corporal es un don de Dios. … No se busca la paz para promover la guerra, sino que se va a la guerra para conquistar la paz.» (Agustín: Epístola, 189.6) [21].

En este proceso, Agustín parece haber abandonado la visión bíblica del shalom mientras abrazaba la de la «pax romana». En su lucha contra el donatismo, Agustín terminaba formulando una apología en favor del servicio militar como vocación cristiana. Ejemplo de esto lo tenemos en uno de sus escritos posteriores.

¿Qué hay de malo en la guerra? ¿Que las personas mueran, de todos modos morirán algún día, a fin de que los que sobreviven puedan ser subyugados en paz? El cobarde se queja, pero no es preocupación de personas religiosas. No, los verdaderos males en la guerra son el deseo de infligir daño, la cruel­dad de la venganza, espíritus inquietos e implacables, el salvajismo de rebelión, el deseo de dominio, y tales cosas. En realidad, muchas veces los hombres buenos son mandados por Dios, o por el gobernante debidamente autorizado, a hacer la guerra precisamente para castigar estas cosas.

Cuando los seres humanos hacen la guerra, la persona responsable y las razones para hacerla son muy importantes. El orden natural, orientado hacia la paz entre los mortales, requiere que el gobernante tome consejo e inicie la guerra. Un vez que la guerra haya sido declarada, los soldados deben servir en ella a fin de fomentar la paz y el orden públicos. Jamás se debe cuestionar la justicia de una guerra llevada a cabo por orden de Dios. … Dios declara la guerra a fin de echar, eliminar y subyugar el orgullo en los seres humanos. … Y nadie tiene poder sobre éstos a menos que le sea otorgado desde arriba.

Todo poder viene por mandato expreso o permiso de Dios. Así que, un hombre justo puede legítimamente combatir para establecer un orden de paz civil, aun cuando sirva bajo el mandato de un gobernante irreligioso. Lo que se le manda a hacer, o claramente no es contraria, o no es claramente contra­ria, al precepto de Dios. El mal de dar órdenes (equivocadas) podría hacer culpable al gobernante, pero el orden de obediencia significa que el soldado es inocente. Cuanto más inocentemente, entonces, puede una persona participar en (la guerra) cuando Dios le manda a combatir. Pues Él nunca puede mandar algo por equivocación, como los que le sirven no pueden dejar de reconocer. (Agustín: Contra Fausto, XXII.74-75) [22]

Conclusión

En el mismo año en que murió Agustín (430) el África romana cayó en manos de los vándalos que desmantelaron las estructuras de la Iglesia católica africana. De modo que su existencia precaria fue continuada durante el siglo siguiente por la misma clase de los pobres y marginados que le habían dado su vitalidad popular original. De esta forma, extrañamente irónica, observamos una especie de reivindicación de los valores que habían caracterizado al mo­vimiento donatista en el África.

 


1. Christian Frederick Cruse, trad.: Ecclesiastical History of Eusebius Pamphilus, Grand Rapids, MI, Baker Book House, 1958, pp. 429-430, 431-432.

2. Philip Schaff, ed.: Nicene and Post-Nicene Fathers, vol. IV, Nueva York, Char­les Scribner's Sons, 1903, pp. 577-579.

3. Para esta sección dependemos principalmente de la obra del profesor W. H. C. Frend: The Rise of Christianity, Filadelfia, Fortress, 1985, pp. 653-683.

4. Ibid., p. 653.

5. Walter Nigg: The Heretics, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1962, pp. 112-113. Citado en Nigg, op. cit., p. 113.

6. Citado en Nigg, op. cit., p. 113.

7. Citado en Frend, op. cit., p. 654.

8. Ibidem.

9. Philip Schaff, op. cit., Vol. IV, p. 558.

10. Frend, op. cit., p. 654.

11. Philip Schaff, op. cit., Vol. IV, p. 598.

12. Citado en Frend, op. cit., p. 655.

13. Ibíd., p. 656.

14. Ibíd., pp. 572-573.

15. Ibíd., p. 573.

16. Ibíd., pp. 573-574.

17. Citado en W. H. C. Frend: The Early Church, Filadelfia, Fortress, 1982, pp. 131-132.

18. Citado en W. H. C. Frend: The Rise of Christianity, p. 670.

19. Ibíd., p. 671.

20. Ibíd., p. 671.

21. Obras de Agustin, vol. XI, (Cartas), Madrid, Católica, 1953, (Biblioteca de Au­tores Cristianos), pp. 758-759.

22. Citado en John Helgeland, Robert J. Daly, y J. Patout Burns: Christians and the Mililary: The Early Experience, Filadelfia, Fortress, 1985, pp. 81-82.