Colección de lecturas
 
PDF Antiguas confesiones de fe menonitas

Antiguas confesiones de fe menonitas
La confesión de fe de Dordrecht [1]
edición preparada por Dionisio Byler en 1995


Artículo 1. Tocante a Dios, el Creador de todas las cosas

La Biblia declara que sin fe es imposible agradar a Dios, Heb. 11.6, y que es necesario que el que se acerca a Dios crea que existe y que es galardonador de los que le buscan. En vista de lo cual confesamos con la boca y creemos con el corazón, junto con todos los píos, según las Sagradas Escrituras, que hay un Dios eterno, todopoderoso e incomprensible, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que no hay otro que haya existido antes de él ni existirá después de él. Por él y en él son todas las cosas. ¡A él sea la bendición, alabanza y honor, por todos los siglos! Gén. 17.1; Deut. 6.4; Is. 46.9; 1 Jn. 5.7.

Creemos en este único Dios que hace todas las cosas en todos. Le confesamos como creador de todas las cosas visibles, quien en seis días creó y preparó los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Creemos también que Dios las gobierna y preserva, junto con todas sus obras, por su sabiduría, su fuerza y la palabra de su poder. Gén. 5.1-2; Hch. 14.15; 1 Cor. 12.6; Heb. 1.3.

Cuando hubo terminado sus obras y ordenado y preparado cada una de ellas para que funcionaran según su propia naturaleza, creó Dios el primer ser humano, Adán, padre de todos nosotros. Le dio un cuerpo formado del polvo de la tierra, sopló en su nariz el aliento de vida. Así llegó a ser el ser humano un alma viviente, creado por Dios a su imagen y semejanza en justicia y santidad verdaderas, para vida eterna. Dios dio al ser humano un lugar superior a todas las criaturas, le dotó de muchos elevados y excelentes dones, y le puso en el huerto del Edén, donde le dio un mandamiento y una prohibición. Después tomó del costado de Adán una costilla, de la cual hizo una mujer y la dio a Adán, para que fuese una ayuda idónea para él.

Por consiguiente Dios ha hecho que de este primer ser humano, Adán, desciendan todos los seres humanos que habitan la faz de la tierra. Gén. 1.27; 2.15,17,22; 5.1; Hch. 17.26.

Artículo 2. La caída del ser humano

Creemos y confesamos que según enseñan las Sagradas Escrituras, nuestros primeros padres, Adán y Eva, no permanecieron mucho tiempo en el estado feliz en que fueron creados. Por lo contrario, siendo seducidos por el engaño y la sutilidad de la serpiente y la envidia del diablo, violaron el mandato de Dios y llegaron a ser desobedientes a su creador. Por esta desobediencia el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte. Así la muerte pasó a todos los seres humanos, pues todos pecaron e incurrieron en la ira y condenación de Dios. Por esa razón Dios los sacó del Paraíso para cultivar la tierra y mantenerse por sí mismos, en tristeza, y para comer su pan con el sudor de su rostro hasta que volvieran a la tierra de la cual fueron tomados. Eso hicieron ellos, aunque por este único pecado apostataron y se apartaron a sí mismos de Dios, de modo que no pudieron ayudarse a sí mismos, ni ser ayudados por ninguno de sus descendientes, ni por los ángeles, ni por cualquier otra criatura en el cielo o en la tierra. Tampoco hubieran podido ser redimidos o reconciliados con Dios jamás, salvo que Dios (que tuvo misericordia de ellos, sus criaturas) actuó a favor suyo e hizo provisión para su restauración. Gén. 3.6,23; Rom. 5.12-19; Sal. 47.8-9; Apoc. 5.3; Jn. 3.16.

Artículo 3. La restauración del ser humano por la promesa de la venida de Cristo

Respecto a la restauración de nuestros primeros padres y sus descendientes, creemos y confesamos: Que no obstante su caída, transgresión y pecado, y aunque no tenían poder para ayudarse a sí mismos, sin embargo no fue la voluntad de Dios que fuesen echados fuera ni que se perdieran eternamente. Por este motivo les llamó y les consoló, mostrándoles que había aún un camino para su reconciliación, a saber, el inmaculado Cordero, el Hijo de Dios, predestinado para este fin desde antes de la fundación del mundo. Dios les hizo esta promesa a ellos y a todos sus descendientes cuando ellos (los primeros padres) estaban aún en el Paraíso, para su consolación, redención y salvación (e incluso les fue dado desde entonces por fe, como posesión propia). Todos los antiguos píos a quienes esta promesa fue renovada la deseaban y buscaban, contemplándola por la fe desde la distancia y esperando su cumplimiento, creyendo que él (el Hijo de Dios) en su venida redimiría y libraría la raza caída, de sus pecados, culpa e injusticia. Jn. 1.29; 11.27; 1 Ped. 1.18-19; Gén. 3.15; 1 Jn. 2.1-2; 3.8; Gál. 4.4-5.

Artículo 4. El advenimiento de Cristo a este mundo y la razón de su venida

Confesamos y creemos también que cuando llegó la plenitud del tiempo que los padres antiguos tan ardientemente anhelaron y tan ansiosamente esperaban, vino al mundo el Mesías, Redentor y Salvador prometido de antemano (procedente de Dios y mandado por él, según la predicación de los profetas y los testimonios de los evangelistas). Vino al mundo en forma humana, de manera que la Palabra misma vino a ser carne y humanidad. Creemos que fue concebido por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María (quien estaba desposada con un hombre llamado José, de la casa de David) y que ella le dio a luz como su hijo primogénito en Belén, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre. Jn. 4.25;16.28; 1 Tim. 3.16; Mat. 1.21; Jn. 1.14; Luc. 2.7.

Además de esto creemos y confesamos: Que él es el mismísimo Señor, cuyo origen es desde el principio, desde los días de la eternidad, quien no tiene principio de días ni fin de vida, de quien se testifica que es el alfa y la omega, principio y fin, el primero y el último. Que él, y ningún otro, es el que fue elegido, prometido y mandado. Que vino al mundo y que es el unigénito Hijo de Dios, el primero y propio Hijo, quien fue antes de Juan el Bautista, antes de Abraham, antes del mundo; quien fue Señor de David y quien es Dios de toda la tierra, el primogénito de toda criatura; quien fue mandado al mundo y quien él mismo ofreció su cuerpo como una ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave; y todo esto para la consolación, redención y salvación de toda la raza humana. Miqueas 5.2; Heb. 7.3; Apoc. 1.8; Jn. 3.16; Rom. 8.32; Col. 1.15; Ef. 5.2; Heb. 10.5.

Pero cómo o en qué manera este digno cuerpo fue preparado, o cómo la palabra vino a hacerse carne y al mismo tiempo hombre, no sabemos. Nos contentamos con la declaración que los evangelistas fieles de Dios han dado y dejado en sus descripciones de esto. Confesamos que él es el Hijo del Dios viviente, en quien existe toda nuestra esperanza, consuelo, redención y salvación, lo cual no hemos de buscar en ningún otro. Luc. 1.31-35; Jn. 20.30-31.

También creemos y confesamos por la autoridad de la Escritura, que cuando terminó su carrera y obra para las cuales fue enviado al mundo, fue entregado en manos de los injustos (por la providencia de Dios). Que sufrió bajo el gobierno de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto, sepultado y que resucitó de la muerte al tercer día. Que ascendió al cielo, donde ahora está sentado a la diestra de Dios, de donde vendrá otra vez para juzgar a los vivos y a los muertos. Luc. 23.1,53;24.5-6,51; Mar. 16.19; Hch. 10.42.

Así que creemos que el Hijo de Dios murió, gustó la muerte por todos, derramó su preciosa sangre y así hirió la cabeza de la serpiente. Destruyó así las obras del diablo, aboliendo el acta del decreto contra nosotros, y logró la redención para toda la raza humana. Así llegó a ser él la fuente de salvación eterna para todos los que desde el tiempo de Adán hasta el fin del mundo crean en él y le obedezcan. Heb. 2.9; Gén. 3.15; 1 Jn. 3.8; Col. 2.14; Rom. 5.18.

Artículo 5. La ley de Cristo, a saber, el Santo Evangelio o el Nuevo Testamento

Creemos también y confesamos que Cristo, antes de su ascensión, estableció e instituyó su nuevo testamento y lo dejó a sus seguidores, para que fuera y quedara así, un pacto para siempre. Que Cristo confirmó y selló este pacto con su propia sangre y lo ha encomendado tan altamente a sus seguidores, que ni a los hombres ni a los ángeles es permitido cambiarlo, quitar o añadir a él. Mat. 26.28; Gál. 1.8; 1 Tim. 6.3; Apoc. 22.18-19; Mat. 5.18; Luc. 21.33.

También hizo que este pacto (que incluye todo el consejo y la voluntad de Dios, todo cuanto es necesario para la salvación) fuera proclamado en su nombre por sus amados apóstoles a todas las naciones, pueblos y lenguas. Dichos apóstoles, (mensajeros y siervos a quienes eligió y mandó al mundo con este propósito) predicaron el arrepentimiento y la remisión de pecados conforme él dispuso que se declarase en dicho pacto: Que todos los hombres sin distinción serán sus hijos y herederos legítimos, si son obedientes y por la fe siguen, cumplen y viven según las enseñanzas del nuevo pacto. Así Cristo no excluye a ninguno de la preciosa herencia de eterna salvación, excepto a los incrédulos, desobedientes e infieles, que la desprecian. Los tales, por sus propias acciones incurren en culpa. Al rehusar la salvación se manifiestan a sí mismos indignos de la vida eterna. Mar. 16.15; Luc. 24.46-47; Rom. 8.17; Hch. 13.46.

Artículo 6. Arrepentimiento y enmienda de vida

Creemos y confesamos que la intención del corazón del ser humano es mala desde su juventud y, por consecuencia, inclinada a toda injusticia, pecado y maldad. Que por ende, la primera doctrina del precioso nuevo testamento del Hijo de Dios es el arrepentimiento y enmienda de vida. Gén. 8.21; Mar. 1.15. Por lo tanto, los que tienen oídos para oir y corazones para entender deben producir fruto digno del arrepentimiento. Deben enmendar sus vidas, creer el evangelio, apartarse del mal y hacer el bien. Deben también desistir del mal y dejar de pecar. Deben despojarse del viejo hombre con sus obras y revestirse del nuevo, creado conforme a Dios en justicia y santidad no fingidas.

Porque ni el bautismo ni el sacramento o comunión en la Iglesia, ni ninguna otra ceremonia externa, puede sin fe o sin el nuevo nacimiento ayudar o calificarnos para que podamos agradar a Dios o recibir ninguna consolación de él. Luc. 3.8; Ef. 4.22,24; Col. 3.9-10.

Todo lo contrario, hemos de ponernos delante de Dios en plena certidumbre de fe, y creer en Jesucristo, como hablan y testifican las Sagradas Escrituras. Por esta fe obtenemos el perdón de nuestros pecados, llegando a ser santificados, justificados, e hijos de Dios. Por esta fe llegamos a ser participantes de su mente, naturaleza e imagen, al nacer de nuevo de Dios, de simiente incorruptible de lo alto. Heb. 10.21-22; Jn. 7.38; 2 Ped. 1.4.

Artículo 7. El santo bautismo

Tocante al bautismo, confesamos que todos los creyentes penitentes deben de ser bautizados con agua en el siempre adorable nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Los tales han llegado a estar unidos a Dios por la fe, el nuevo nacimiento y la renovación del Espíritu Santo, y sus nombres están escritos en el cielo. Tal bautismo constituye la confesión bíblica de su fe y renuevo de vida, según el mandamiento y doctrina de Cristo, siguiendo el ejemplo y la costumbre de los apóstoles. Mediante el mismo son sepultados de sus pecados y así vienen a incorporarse a la confraternidad de los Santos. Después tienen que aprender a observar todas las cosas que el Hijo de Dios enseñó, cosas que dejó escritas en la Biblia y ordenó hacer a sus seguidores. Mat. 3.15;28.19-20; Mar. 16.15-16; Hch. 2.38; 8.12,38;9.18;10.47;16.13; Rom. 6.3-4; Col. 2.12.

Artículo 8. La Iglesia de Cristo

Creemos y confesamos que hay una Iglesia de Dios, visible. Como ya hemos dicho, esta Iglesia está compuesta de aquellos que han manifestado un verdadero arrepentimiento, han creído correctamente y han sido debidamente bautizados, uniéndose así a Dios en el cielo e incorporándose a la confraternidad de los Santos en la tierra. 1 Cor. 12.13. Los tales representan el linaje escogido, real sacerdocio y pueblo santo, y tienen el testimonio de que son la esposa de Cristo y también hijos y herederos de la vida eterna. Son asimismo morada de Dios por el Espíritu Santo, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra de ángulo Jesucristo mismo.

Sobre este fundamento está edificada su Iglesia. Jn. 3.29; Mat. 16.18; Ef. 2.19-21; Tit. 3.7; 1 Ped. 1.18-19;2.9.
Según su propia promesa, Cristo será consuelo y protección de su Iglesia aún hasta el fin del mundo. El morará y caminará con ella, y la preservará para que ni vientos ni inundaciones ni las mismísimas puertas del infierno prevalezcan contra ella. Esta Iglesia del Dios viviente, la cual Cristo ha comprado y redimido por su preciosa sangre, ha de ser conocida por su fe evangélica, doctrina, amor y conversación piadosa; también por su pura conducta y práctica y por su observancia de las verdaderas ordenanzas de Cristo, que él ha encargado solemnemente a sus seguidores. Mat. 7.25;16.18;28.20; 2 Cor. 6.16.

Artículo 9. Elección y funciones de los maestros, diáconos y diaconisas en la Iglesia

Respecto a los ministerios y a la elección de personas para desempeñarlos en la Iglesia, creemos y confesamos: Que puesto que la Iglesia no puede existir, ni prosperar, ni continuar en su estructura sin directivos ni reglas el Señor mismo, como un padre en su casa, designó y prescribió sus ministerios y ordenanzas y ha dado mandamiento tocante a los ministerios, acerca de cómo andar en ellos considerando cada cual su propia obra y vocación para hacerlo todo como corresponde. Ef. 4.11-12.

Cristo mismo, como el fiel y gran Pastor y Obispo de nuestras almas, fue mandado al mundo no para herir, quebrantar o destruir las almas de los hombres, sino para curarlas. El buscó lo que se había perdido y derribó las paredes divisorias, para hacer uno de muchos. Formó así, de los judíos y paganos de todas las naciones, una Iglesia. En ello entregó su propia vida, procurándoles la salvación, haciéndoles libres y redimiéndoles en su propio nombre (cuya bendición ningún otro nombre podía otorgarles ni valerles en obtener). 1 Ped. 2.25; Mat. 18.11; Ef. 2.13-14; Jn. 10.9,11,15.

Además de todo esto, antes de su ascensión, proveyó a su Iglesia de fieles ministros: apóstoles, evangelistas, pastores y maestros. Estas son personas que él escogió para la oración y suplicación por el Espíritu Santo, para que ellos gobernaran, alimentaran y vigilaran su grey, asumiendo el cuidado de la misma. Igualmente les mandó que actuaran en todas las cosas conforme al ejemplo que él mismo les había dejado. Estos también habían de enseñar a la Iglesia a observar todas las cosas que él había mandado. Ef. 4.11; Luc. 6.12-13;10.1; Mat. 28.20.

Asimismo ordenó que los apóstoles habrían de ser fieles seguidores de Cristo y guiadores de la Iglesia, mostrándose diligentes en esto mismo, o sea en escoger hermanos por medio de la oración y suplicación a Dios, proveyendo a todas las Iglesias en los pueblos y distritos alrededor de obispos, pastores y guiadores. Mandó asimismo ordenar para estos ministerios a hombres que tuvieran cuidado de sí mismos y de la doctrina, así como del rebaño. Estos habrían de ser ortodoxos en la fe y piadosos en sus vidas y conversación. Habrían de gozar de una buena reputación y conducta tanto dentro como fuera de la Iglesia, para que sirvieran de ejemplo en toda compostura y buenas obras, y habrían de administrar dignamente las ordenanzas del bautismo y los sacramentos del Señor. Ordenó asimismo que estos hermanos ordenados por los apóstoles, nombraran y ordenaran a su vez en todo lugar donde hubiere necesidad, hombres fieles como jefes o ancianos, quienes a su vez fueran capaces de enseñar a otros. Los tales habrían de ser confirmados en el nombre del Señor por la imposición de las manos, luego de lo cual dichos jefes o ancianos habrían de atender a todas las cosas que la Iglesia necesitara; para que ellos, como los siervos fieles de la parábola, pudieran emplear bien el dinero de su Señor, y de este modo salvarse a sí mismos y a los que les oyen. 1 Tim. 3.1;4.14-16; Hch. 1.23-24; Tit. 1.5; Luc. 19.13.

Cristo también ordenó que deben ellos tomar mucho cuidado (particularmente en cada uno de los lugares donde están puestos como superintendentes o pastores) a fin de que todos los distritos estén bien provistos de diáconos, quienes deberían tener el cuidado de los pobres y recibir las ofrendas para repartirlas fielmente entre los santos pobres que tengan necesidad, y esto en toda honestidad. Hch. 6.3-6.

También que sean elegidas hermanas honorables como diaconisas, cuyos deberes serán ayudar a los diáconos a confortar y cuidar a los pobres, a los débiles, afligidos y menesterosos, y cuidar de las viudas y huérfanos. Además de eso, deben contribuir al cuidado de los asuntos de la Iglesia que propiamente caen en su esfera de acción, conforme a su juicio y habilidad. 1 Tim. 5.9-10; Rom. 16.1-2.

Además, tocante a sus deberes, los diáconos (particularmente si son personas idóneas para enseñar, y elegidos y ordenados por la Iglesia), pueden asistir a los pastores y obispos en exhortar a la Iglesia. Así pueden ayudar en palabra y doctrina, para que cada uno en amor sirva el uno al otro con el talento que ha recibido del Señor, para que por medio del servicio común y ayuda de cada miembro según su habilidad, el cuerpo de Cristo sea edificado y la viña e Iglesia del Señor sean preservadas en crecimiento y estructura. 2 Tim. 2.2.

Artículo 10. La Santa Cena o Comunión

Creemos y observamos también el partimiento de pan o sea la Santa Cena que el Señor instituyó con el pan y la copa antes de que sufriera, y que observó él mismo con sus apóstoles, recomendando que fuera observada por los creyentes en conmemoración de los sufrimientos y la muerte del Señor (es decir el partimiento de su digno cuerpo y el derramamiento de su preciosa sangre) para la raza humana entera. El propósito de este sacramento es hacernos recordar el beneficio de los sufrimientos y la muerte de Cristo, a saber, la redención y eterna salvación (la cual compró él mediante su muerte), y el gran amor mostrado al hombre pecador. Por lo cual se nos exhorta amar los unos a los otros, cada cual a su prójimo, y perdonar y absolverlos así como Cristo ha hecho por nosotros. También hemos de procurar mantener y guardar vivas la unión y comunión que tenemos con Dios y los unos con los otros, lo cual representa el partimiento del pan. Mat. 26.26; Mar. 14.22; Luc. 22.19; Hch. 2.42,46; 1 Cor. 10.16;11.23-26.

Artículo 11. El Lavamiento de los pies

Confesamos también el literal lavamiento de los pies de los Santos. El Señor Jesús no solamente lo instituyó y enseñó, sino que él mismo lavó los pies de sus apóstoles, aunque era él su Señor y Maestro. Al hacer esto les dio ejemplo de que ellos también deberían lavar los pies los unos de los otros, haciendo el uno con el otro lo que él había hecho con ellos. Los apóstoles después enseñaron a los creyentes a observar literalmente esta enseñanza bíblica. Todo lo cual es una señal de humildad verdadera, y más particularmente sirve para hacernos recordar el lavamiento de la purificación del alma en la sangre de Cristo. Jn. 13.4-17; 1 Tim. 5.10.

Artículo 12. El matrimonio

Confesamos que hay en la Iglesia de Dios y entre los creyentes de sexos distintos, un estado de matrimonio honorable tal como Dios lo instituyó en el paraíso entre Adán y Eva (y tal como el Señor Jesús lo reformó quitando todos los abusos en que se hallaba sumido, restaurándolo así a su primera condición). Gén. 1.27; 2.18,22,24.

De esta manera el apóstol Pablo también enseñó y permitió el matrimonio en la Iglesia, dejando a elección de cada uno el entrar en él con cualquier persona, con tal que lo hiciera en el Señor. En nuestra opinión, las palabras «en el Señor» han de entenderse con referencia al orden primitivo, cuando los patriarcas tenían que casarse entre su propia parentela o generación. Conforme a lo cual, bajo la dispensación del Nuevo Testamento no les está permitida ninguna otra libertad a los creyentes que la de casarse entre la generación escogida, o sea la parentela espiritual de Cristo, a saber, con tales personas que ya están (y antes de su matrimonio estaban) unidas a la Iglesia evangélica en corazón y alma, habiendo recibido el mismo bautismo y perteneciendo a la misma Iglesia; personas que son de la misma fe y doctrina, y que tienen ideas iguales tocante a cuestiones de religión. 1 Cor. 7;9.5; Gén. 24.4;28.6; Núm. 36.6-9. Tales personas, como ya hemos dicho, se hallan entonces unidas por Dios y la Iglesia en equivalencia con el orden primitivo, y a esto se lo llama «matrimonio en el Señor». 1 Cor. 7.39.

Artículo 13. La autoridad de gobierno

Creemos y confesamos que Dios ha instituido la autoridad civil para castigo de los malos y protección de los píos. También para gobernar el mundo, a países y ciudades, y para preservar a sus súbditos en buen orden y bajo buenas leyes. Por lo tanto no se nos permite despreciar, blasfemar ni resistir a la autoridad. Todo lo contrario, hemos de reconocerla como servidora de Dios, y estar sujetos a ella y obedecerla en todo lo que no milita contra la ley, voluntad o mandamiento de Dios. Hemos de estar dispuestos a toda buena obra. También hemos de abonarle fielmente los derechos, impuestos y contribuciones exigidas, dándole así lo que es debido y justo. Esto enseñó, hizo y ordenó Jesús que hicieran sus seguidores. Creemos también que hemos de orar seriamente por las autoridades y su bienestar, y en pro de nuestro país, para que podamos vivir bajo su protección, mantenernos a nosotros mismos, y vivir quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.

Y además, que el Señor recompensará a nuestros gobernantes aquí y en la eternidad por todos sus beneficios, libertades y favores que gozamos bajo su administración laudable. Rom. 13.1-7; Tit. 3.1-3; 1 Ped. 2.17; Mat. 17.27;22.21; 1 Tim. 2.2.

Artículo 14. Defensa mediante la violencia

Respecto a la venganza (por la que resistimos a nuestros enemigos con la espada), creemos y confesamos que el Señor Jesús ha prohibido a sus discípulos y seguidores toda venganza y resistencia, y ha ordenado que no devuelvan mal por mal, ni maldición por maldición, y que guarden la espada en su vaina. O sea que como predicaron los profetas, «forjarán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra». Mat. 5.39,44; Rom. 12.14; Miq. 4.3.

Vemos que según el ejemplo, la vida y la doctrina de Cristo, no hemos de hacer mal o causar ofensa o molestia a nadie, sino buscar el bienestar y la salvación de todos los hombres. En todo caso, si la necesidad lo requiere, que huyamos de una ciudad o país a otro por el amor del Señor, y suframos la pérdida de nuestros bienes, antes que dar ocasión de ofensa a alguno. Y si nos hirieran en la mejilla derecha, que volvamos también la otra antes que vengarnos nosotros mismos o devolver golpe por golpe. Mat. 5.39;10.23; Rom. 12.19.

Además de todo esto hemos de orar por nuestros enemigos, confortando y alimentándolos cuando tengan hambre o sed. De esta manera les convencemos, y venceremos con el bien el mal. Rom. 12.20-21.

Por último, que hemos de hacer el bien siempre, encomendándonos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios, y según la ley de Cristo, no hacer nada a otros que no queramos que nos hagan ellos a nosotros. 2 Cor. 4.2; Mat. 7.12; Luc. 6.31.

Artículo 15. El prestar juramento

Tocante a prestar juramentos, creemos y confesamos que el Señor Jesús ha ordenado a sus seguidores que no juren en ninguna manera, sino que su «sí» sea «sí» y su «no» sea «no». De esto entendemos que está prohibida toda clase de juramentos, y en vez de ello hemos de confirmar todas nuestras promesas, contratos, declaraciones y testimonios en todos los asuntos con un «sí» que sea «sí» y un «no» que sea «no». Y que hemos de actuar y cumplir siempre en todas las cosas y con todas las personas, con cada promesa y obligación que afirmamos, tan fiel y honradamente como si lo hubiéramos confirmado con el más solemne juramento. Y si hacemos esto, confiamos que nadie, ni aún el gobierno mismo, tendrá justa razón de exigir más de nosotros. Mat. 5.34-37; Sant. 5.12; 2 Cor. 1.17.

Artículo 16. Excomunión de la Iglesia

También confesamos y creemos en una excomunión, una separación o castigo espiritual de la Iglesia, para enmienda y no para la destrucción de los transgresores, para que lo que es puro sea separado de lo que es impuro. Es decir, si una persona ha recibido la luz y el conocimiento de la verdad, y ha sido recibida en plena comunión de los santos; si después, a propósito o por vanagloria peca contra Dios o comete algún otro «pecado de muerte», y de este modo cae en las estériles obras de las tinieblas; entones tal persona llega a estar separada de Dios y está excluida de su reino. Cuando las obras malas de dicha persona vienen a ser manifiestas y suficientemente sabidas de la Iglesia, no puede permanecer en «la congregación de los justos». Como miembro ofensor y pecador abierto, debe ser suspendido de la plena comunión por seis meses. Después de este tiempo, si no se arrepintiere de su mal camino, será expulsado de la Iglesia.

«Repréndele delante de todos» y «Limpiad la vieja levadura». Así quedará tal persona hasta que haga enmienda y muestre que está arrepentida y que desea entrar otra vez en la Iglesia. Tal expulsión obra como ejemplo y amonestación a otros, también para que la Iglesia se guarde pura de tales manchas e infamias. De lo contrario el nombre del Señor sería blasfemado, la Iglesia deshonrada, y se echaría un tropezadero en el camino de los de afuera. El propósito es que el transgresor pueda convencerse del error de su camino y llegar al arrepentimiento y a la enmienda de su vida. Is. 59.2; 1 Cor. 5.5-6,12; 1 Tim. 5.20; 2 Cor. 13.10.

Respecto a la amonestación fraternal, como también a la instrucción de los que yerran, hemos de vigilar con diligencia y exhortarlos en toda mansedumbre, para que ellos en toda humildad enmienden sus caminos. Sant. 5.19-20. Y en caso de que algunos siguieran obstinados e infieles, hemos de reprobarlos como el caso lo requiera. En fin, la Iglesia tiene que quitar de en medio de sí a todos los malos, ya fuere en doctrina o en vida. Rom. 16.17; 1 Cor. 5.11-13; 2 Tes. 3.14; Tit. 3.10.

Artículo 17. Deberes para con los expulsados

Creemos que mucha moderación cristiana debe usarse al reprender a los expulsados, para que esto no conduzca a su ruina sino que sea para su enmienda. Según la doctrina y práctica de Cristo y sus apóstoles, si tales personas tienen sed o andan desnudas, enfermas o agobiadas por alguna aflicción, estamos obligados a darles socorro o ayuda, asistiéndolas como exija la necesidad. Lo contrario, desampararles, puede conducir más bien a su ruina que a su enmienda. 1 Tes. 5.14.

Por tanto, no debemos tratar a tales ofensores como a enemigos, sino exhortarlos como a hermanos para así traerlos al conocimiento de sus pecados y al arrepentimiento, para que así puedan reconciliarse con Dios y con la Iglesia y ser recibidos y admitidos en la misma. Así se ejerce el amor hacia ellos, como corresponde. 2 Tes. 3.15.

Artículo 18. La resurrección y el juicio

Tocante a la resurrección de los muertos, confesamos con la boca y creemos con el corazón que según las Escrituras en el día del juicio todos los hombres que hayan muerto o dormido, habrán de ser levantados y hechos vivos por el incomprensible poder de Dios. Y que estos, junto con los que entonces queden vivos y que habrán sido transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojo, a la trompeta final, aparecerán ante el tribunal de Cristo, donde los buenos serán separados de los malos. Entonces cada uno recibirá según lo que hubiere hecho por medio del cuerpo, sea bueno o malo. Y creemos que los buenos y píos, como benditos de Dios, serán recibidos por Cristo en vida eterna. Allí recibirán aquel gozo que ojo no vio, ni oído oyó, ni ha subido al corazón del hombre, y allí reinarán y triunfarán con Cristo para siempre jamás. Mat. 22.30,32;25.31; Dan. 12.2; Job 19.25-26; Jn. 5.28-29; 1 Cor. 2.9.

Y creemos que, por lo contrario, los malos o impíos serán echados afuera a las tinieblas, en los tormentos eternos. Allí el gusano de ellos no muere y el fuego nunca se apaga. Y allí, según las Sagradas Escrituras, no habrá esperanza de ser confortados o redimidos por toda la eternidad. Is. 66.24; Mat. 25.46; Apoc. 14.11.

¡Que el Señor por su gracia nos haga aptos y dignos para que tal calamidad no caiga sobre nosotros; y que seamos diligentes, mirando por nosotros mismos y por todo el rebaño; y que nos encontremos en él en paz, sin mancha ni culpa alguna! Amén.

Nota final

Estos son los principales artículos de nuestra fe cristiana en general que enseñamos en todas partes en nuestras congregaciones y familias, los cuales profesamos vivir. Estos artículos, según nuestras convicciones, contienen la única fe verdadera, la cual los apóstoles en su tiempo creyeron y enseñaron, y de la que testificaron por sus vidas, confirmándola por su muerte. Es en esta fe que nosotros, con gozo a pesar de nuestra debilidad, también nos mantenemos, vivimos y morimos; para que al fin, juntamente con los apóstoles y todos los píos, obtengamos la salvación de nuestras almas por la gracia de Dios.

Estos fueron los Artículos de Fe adoptados por nuestras iglesias unidas en la ciudad de Dordrecht, en Holanda, el 21 de abril del año de Nuestro Señor 1632, y firmados por nuestros ministros y diáconos.


1. Traducción de Ernesto Suárez Vilela, en J. C. Wenger, Compendio de historia y doctrinas menonitas (Buenos Aires: La Aurora, 1960), pp. 239-252. Texto levemente modernizado para una lectura más sencilla: D. Byler, 1995.

 

 
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