Colección de lecturas
 

PDF Una fuerza delicada

Corrientes anabaptistas
La historia en conversación con el presente


Anabaptist Currents: History in Conversation with the Present
Carl F. Bowman and Stephen L. Longenecker, eds.
Copyright © 1995 Forum for Religious Studies
Bridgewater College — Bridgewater, Virginia (USA)
Traducción: Dionisio Byler, 2008, para www.menonitas.org


Conversación II — Maneras anabaptistas de entender la salvación (2)

Una fuerza delicada
Perspectivas contemporáneas para entender la salvación
por Virginia Wiles

Permitan que me presente y explique mi lugar personal en la historia anabaptista.  Soy académica del Nuevo Testamento, especializada concretamente en teología paulina.  De ahí que mis reflexiones, como siempre, tendrán su punto de partida en la fe de las primeras iglesias cristianas, según se desprende de los documentos del Nuevo Testamento.  Soy más o menos una convertida al anabaptismo, habiéndome criado en una familia de Bautistas del Sur, para afiliarme con la Church of the Brethren siendo ya adulta.  Aunque mi padre siempre nos había interpretado que su legado bautista constituía un legado anabaptista (en ese sentido resulta un poco herético en el entorno Bautista del Sur), mi manera de entender el anabaptismo tiene los tintes particulares de mi experiencia con la Church of the Brethren.

Es valioso el desarrollo que hace J. Denny Weaver de las tensiones y las percepciones importantes tocante a la manera de entender y vivir como experiencia la salvación.  Quiero proceder a considerar dos aspectos importantes: su énfasis en la «no resistencia» y el amor a los enemigos y su insistencia en que la iglesia es intrínseca al evangelio.

Proceder hacia el futuro nos exige buenas dosis de imaginación; también exige ciertas percepciones acerca del pasado y del presente.  Weaver ha estudiado admirablemente las cosas importantes aprendidas del pasado.  Inevitablemente, yo habré de incluir algunas percepciones sobre nuestro presente.  Pero quiero fundamentalmente —junto con vosotros—imaginar el futuro.  Weaver propone que la singularidad de la teología anabaptista reside en «la conducta cristiana que convalida la conversión».  Específicamente, la salvación se confirma mediante «la capacidad de ser “no resistente” y de amar a los enemigos».  Es este aspecto de la manera anabaptista de entender la salvación que propongo que imaginemos en el futuro.  Aquí, me parece a mí, es precisamente donde se encuentra la identidad anabaptista.  Esta es su fuerza; es el don que los anabaptistas tienen el privilegio de reclamar como suyo.

La fuerza de la «no resistencia»

Entre los anabaptistas seguramente suena a viejo y trillado afirmar que la «no resistencia» no equivale a debilidad; que no es lo mismo que la pasividad.  Pero la vida de «no resistencia», a pesar de las protestas en sentido contrario, frecuentemente se expresa como pasividad, como negación de la fuerza, como incapacidad para reclamar lo que Dios nos ha encomendado.  Los anabaptistas han cultivado en sí mismos y en sus hijos un «espíritu humilde».  Y es especialmente a esta noción de un «espíritu humilde» que me quiero dirigir en la primera parte de mi ensayo.

Desde el siglo IV hasta el presente, la humildad se viene entendiendo como «la virtud cristiana suprema».  Esto —según Juan Crisóstomo— es lo que significa ser cristiano: ser humilde [1].  Y sin embargo, es curioso que esta noción de la humildad esté poco menos que ausente de las propias Escrituras.  El caso es que se podría argumentar que la noción de humildad como virtud es una creación de la iglesia post-constantina [2].

En el Nuevo Testamento, la palabra humildad aparece en un número limitado de lugares.  Estas referencias se pueden dividir en dos grupos.  En primer lugar, tenemos sentencias como: «cualquiera de vosotros que se humille será exaltado» (Mt 23,12; par. Lc 14,11; 18,14).  Estas sentencias (así como las que hallamos en 1 Pedro y Santiago [3], dependen de la noción de humildad ante Dios como viene ya en las Escrituras hebreas y la LXX [4].  Se refieren específicamente a la humildad ante Dios, es decir, el reconocimiento de nuestra humanidad, nuestra condición de seres creados.  Esto no encierra, sin embargo, una mentalidad de que «soy un gusano»; en las Escrituras hebreas está claro que la humanidad tiene un valor inestimable, creada a la propia imagen de Dios (Gn 1,27), coronada de gloria y honor (Sl 8).  Y hasta cierto punto, la humildad ante Dios conlleva el reclamo de un rango justo en medio de la creación de Dios.  Lo que no se observa en las Escrituras hebreas —ni tampoco en el Nuevo Testamento— es la expresión de esta humildad como humildad mutua entre los propios seres humanos [5].

El segundo grupo de referencias a la «humildad» en el Nuevo Testamento (y en la Biblia Hebrea) se traduciría mejor como «humillación», puesto que se refieren a situaciones de humillación social, degradación social, alguna circunstancia social negativa [6].  De hecho, todas las veces que Pablo emplea el término ταπεινός (y relacionadas) son descripciones de humillación social [7].  Pablo no recomienda en absoluto una (presunta) virtud de (mutua) humildad en la comunidad.  Su visión de Cristo y de la salvación que viene mediante Cristo es una de fuerza, no de humildad.  Un texto bastará para observar esto.

La exhortación de Pablo a los Filipenses en Fil 2,1-13 se ha entendido generalmente como un «llamamiento a la humildad».  Los Filipenses —según cuentan los eruditos y los predicadores— eran una iglesia orgullosa proclive a las divisiones, y Pablo les escribe para instruirles a ser humildes, puesto que sólo la iglesia humilde podrá conservar la unidad [8].  Sin embargo yo voy a sugerir otra interpretación de este texto importante.  No podré hacerlo de lleno sino tan sólo de forma abreviada [9].  En primer lugar, presentaré mi propia traducción del texto, que en algunos puntos críticos difiere considerablemente de las que vienen en las Biblias en inglés [10].

1 Por consiguiente, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión de espíritu, si algún afecto y ternura, 2 cumplid mi gozo, al observar la misma, manteniendo el mismo amor, unidos en alma, observando la totalidad.  3 No hagáis nada motivados por una autopromoción competitiva ni arrogándoos una falsa gloria, antes bien, considerando vuestra humillación presente, consideraos unos a otros como líderes, 4 teniendo cada cual presente no sus propios intereses, sino cada uno de vosotros [también] los intereses de los demás.  5 Observad esto entre vosotros, que estáis ciertamente en Cristo Jesús, 6 quien, aunque estaba en la forma de Dios, no consideró la igualdad con Dios como algo que explotar 7 sino que se vació a sí mismo, tomando la forma de esclavitud [humana], habiendo nacido en semejanza humana.  Y hallándose en forma humana, 8 se sometió a la humillación y fue obediente hasta el punto de la muerte —hasta la muerte en una cruz.  9 Por eso Dios lo ha exaltado y le ha dado un nombre que está sobre todo nombre, 10 para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y sobre la tierra y debajo de la tierra, 11 y toda lengua debe confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios el Padre.  12 Por consiguiente, mis queridos amigos, así como siempre habéis obedecido, no sólo como en mi presencia con vosotros sino ahora tanto más en mi ausencia, con temor y temblor realizad vuestra propia salvación.  13 Porque Dios es el que lo realiza entre vosotros, tanto para quererlo como para realizarlo para el placer de Dios.

Pablo escribe a los Filipenses para animarles.  Su carta está llena de gozo y confianza, desde luego no es una carta de reproches y desaire de los filipenses.  Ellos son sus amigos queridos, de su confianza.  Pero ahora Pablo se encuentra en la cárcel, afrontando la posibilidad de morir (Fil 1,19-26; 2,17-18).  Y los filipenses ya no pueden depender de que Pablo los guíe; por tanto él les anima en Fil 1,27, a aprender a «gobernar su propia comunidad conforme al modelo del evangelio» [11].  Sus instrucciones a la congregación filipense nos suenan familiares a nuestros oídos de «iglesias libres»:  Cada miembro es responsable del bienestar de toda la iglesia; todos son líderes en algún sentido en esta nueva comunidad donde no existe ninguna jerarquía, sino que cada uno de los miembros de la comunidad es un ministro en la iglesia [12].

Esto puede parecer emocionante; desde luego parecería ser correcto.  Pero puede que a los filipenses les resultase un poco difícil de encajar.  Siempre habían podido depender de la guía de Pablo.  Él era su «padre» en la fe; era él quien las trajo la buena nueva de la salvación; él sabía todo lo que había que saber sobre esta vida en Cristo.  Pero ahora su guía ya no iba a estar con ellos.  Se las tendrían que arreglar solos.  ¿Cómo lo iban a conseguir?  ¿No sería más fácil sencillamente echar mano de uno o dos de los colaboradores más estrechos de Pablo —Evodia y Síntique, por ejemplo (Fil 4,2)— y confiar que esos líderes así nombrados les dijeran lo que les hubiera dicho Pablo si Pablo estuviera todavía presente?  Las cosas funcionarían mucho más cómodamente así.  Podían dejar que otros piensen por ellos; personas que les guiaran y decidieran por ellos.

Pero no.  Pablo insiste que cada miembro de la congregación tiene que aprender a pensar como un líder [13].  Pensad así, dice Pablo en Fil 2,5.  Es decir, que cada miembro de la congregación, en el contexto de la comunidad de fe, debe aprender a interpretar de esta manera su situación concreta como pueblo de Dios [14].  Tenían que hallar su paradigma para la interpretación en la historia de Jesucristo, quien, aunque se encontraba en la forma de Dios, se hizo plenamente humano y sufrió las condiciones de frustración, esclavitud, opresión y humillación que son comunes a todos los seres humanos.  De hecho, su obediencia a esta su suerte como ser humano fue tan completa que hasta sufrió la muerte, una muerte excepcionalmente humillante, puestos al caso: muerte en una cruz.

Pero —¡Alto!— la historia no concluye allí.  ¡Dios ha intervenido!  Este que sufrió nuestra suerte no es una mera víctima.  Dios lo ha exaltado y le ha dado el nombre más elevado, la más alta autoridad.  Es el Señor.  ¡Señor del cosmos entero!

¿Cuál es la relación entre los filipenses y este Señor?  La declaración de Pablo es inequívoca.  Los filipenses están en Cristo.  No están «bajo» Cristo, como lo están los principados y las potestades [15].  Al contrario, los filipenses —y todos  aquellos que reconocen la realidad de la revelación escatológica de Dios en Cristo— se encuentran en éste quien es Señor del universo.  Los que reconocen su señorío presente ya no están «esclavizados bajo los espíritus elementales» ni «bajo la ley» [16]; han sido traspasados a un nuevo Señor y así afirman vivir y actuar en su autoridad y poder.

El himno que Pablo cita en Filipenses, entonces, no es un llamamiento a la humildad.  Nuestra respuesta al himno —es decir, a la historia de Cristo— no ha de ser la de los hombros caídos, arrastrando los pies.  Al contrario, es un llamamiento a la fuerza, al reconocimiento de nuestra verdadera identidad en Cristo, Señor del universo.  Nuestra postura natural es la de hombros firmes y cabeza erguida.  Nos somos víctimas sino que somos, al contrario, «más que vencedores» por medio de Jesucristo (Ro 8,37).  Como diría Jesse Jackson: «¡Somos quien!»

Por tanto, dice Pablo, no temáis ante el hecho de mi ausencia.  Sois plenamente competentes en Cristo Jesús, para «realizar vuestra salvación. […] Porque Dios es quien lo realiza en vosotros» (Fil 1,12-13).  Los filipenses no necesitan depender de Pablo ni necesitan «reemplazarle» estableciendo una jerarquía eclesial de obispos y diáconos (Fil 1.1).  Porque en la medida que están en Cristo, pueden realizar (y según lo cree Pablo, así lo harán) su experiencia de salvación en su propio contexto histórico particular.  De hecho, brillarán «como astros en el mundo» (Fil 2,15).  No necesitan quedarse perplejos por la persecución que están padeciendo (Fil 1,28-30), puesto que esta «presente humillación» (ver Fil 3,21) no es más que una señal para sus antagonistas, de que Dios realmente está entre ellos (Fil 1,28-30).  Puede que el mundo los malinterprete como víctimas, pero los propios filipenses —si entienden la realidad del evangelio que opera en ellos— sabrán que no lo son.  Nada que este mundo pueda hacerles padecer determinará quiénes son, sino que su fuerza está en la escena escatológica donde Jesucristo es el Señor Poderoso (Fil 2,9-11).  Por consiguiente, incluso en medio de la humillación, saben que no son víctimas, que son mucho más que sobrevivientes.  Son hijos e hijas de Dios, coherederos juntamente con Cristo (Ro 8,23.29-30; Ga 4,4-7).

Esta es la clase de fuerza que han conocido los antepasados y las antepasadas anabaptistas.  Aquellos primero anabaptistas fueron, seguramente de pura necesidad, personas fuertes.  Pero sospecho que se trataba más que de pura necesidad social.  Su fortaleza se hallaba en la fuerza de la salvación, la fuerza que viene de confesar que Jesucristo es el Señor.  Es la fuerza que se declaraba en aquellas aguas bautismales cuando reconocían la realidad del Señorío de Cristo.  Indudablemente, su compromiso con la «no resistencia» y su capacidad de llevarla a la práctica fue pura fuerza, sin nada de pasividad.  Y es esa fuerza la que los anabaptistas tienen que recuperar al embarcarse en el siglo XXI.

A mi juicio, los anabaptistas tienen mucho de que preocuparse en sus iglesias —hay, de hecho, cosas de las que avergonzarse.  Hay hoy día mucho debate en grupos eclesiales acerca del abuso del poder.  Es un debate que se informa de la práctica clínica y la experiencia de psicoterapeutas con los que son «víctimas del abuso de poder».  La iglesia tiene que aprender a escuchar la experiencia de la profesión psicoterapéutica, oyendo con oído afinados para escuchar lo que el evangelio ofrece a la luz de esa experiencia.  Pero hace falta tener claro que ni la psicología ni la sociología ni la ciencia política ni ningún otro campo del saber humano puede adoptarse sin más como «teología de la iglesia», sin que se midan los aprendizajes de esa investigación con el metro del Evangelio.  Y creo que ya viene siendo hora de que la iglesia se aplique este metro en sus debates que giran a su alrededor sobre el tema del abuso de poder.

Cualquiera lectura del Evangelio deja claro que el abuso del poder es un mal; y queno debería hallarse entre los que alegan ordenar sus vidas conforme al Evangelio.  Que los adultos pretendan utilizar su poder contra niños y jóvenes en formas abusivas, es odioso.  Pero que haya adultos que alegan que incluso siendo adultos han sido «víctimas» de abusos de poder, debería avergonzarnos a todos.  Porque esto significa que hay anabaptistas que han educado a sus hijos en su medio sin enseñarles a reclamar y reafirmarse en esa fuerza que les es propia en Cristo.  Estos «adultos» al parecer no aprendieron de sus padres y de sus congregaciones anabaptistas cómo reclamar esa fuerza que se encuentra en Cristo, no les han enseñado a plantarse firmes, a decir que no cuando hace falta decirlo, a verse a sí mismos como personas que nadie nunca podría transformar en «víctimas» —puesto que su identidad y su poder están seguros en la gloria escatológica de Dios.  Estos adultos necesitan cuidados, claro está, pero también son un síntoma de un problema más grave.  La iglesia necesita preguntarse si su énfasis en una «no resistencia» humilde y pasiva en lugar de una «no resistencia» poderosa y activa, es lo que la ha llevado a defraudar a sus hijos y, por tanto, a defraudarse a sí misma [17].

Es puramente inconcebible que Jesús ni Pablo ni los primeros padres y las primeras madres anabaptistas pudieran alegar que estaban siendo víctimas de abusos de poder.  En cierto sentido, desde luego que lo fueron —como lo somos todos los seres humanos y en particular los humanos que son seguidores fieles de Cristo.  Pero ninguno de nuestros «héroes de la fe» se hubieran visto a sí mismos como víctima.  Por Dios, no eran víctimas.  Por Dios, eran fuertes.  ¡Por Dios!  La respuesta de Dios a la Cruz de Cristo nos deniega el «lujo» de darnos por «víctimas».  Hemos de reclamara —cada uno de nosotros— nuestra fuerza en Cristo.  Porque en Cristo, hemos sido coronados de gloria, honor y poder, y es una vergüenza escandaloso del anabaptismo si no han sabido impartir esta certeza de poder a sus miembros.

Amor al enemigo

Pero es menester decir que la fuerza que viene por la salvación es una fuerza muy particular.  Y es aquí donde la definición de fuerza propia de los anabaptistas, tiene mucho que contribuir al mundo —tanto al mundo secular como al mundo eclesial.  Los creyentes dan testimonio de la fuerza de la «no resistencia» que ven en la vida y las enseñanzas de Jesús, una fuerza que los llena de poder para amar al enemigo.  Esta fuerza es una que el mundo no conoce.  No es el poder de la espada ni el ímpetu del poder del «bien».  Ni siquiera se puede hallar esta fuerza en los que emprenden esa «lucha por la justicia» que se ha puesto tan de moda en las iglesias últimamente.

Weaver expresa de forma muy útil —una vez más— que para los anabaptistas la comunidad reunida es intrínseca al evangelio.  Porque es en la comunidad reunida, ante todo, que los creyentes aprenden a amar al enemigo.  El ritual medular es una parábola actuada de este amor al enemigo.  Porque cuando Jesús se arrodilló para lavar los pies de los discípulos, no sólo estaba lavando los pies de sus amigos sino también los de personas que en breve le abandonarían, le negarían, incluso le delatarían.  Esta persona que, según Mateo, llamó a sus seguidores a amar al enemigo, actuó para ellos una parábola de amor para sus «enemigos» de Él.

Esta es la melodía que oímos.  No es el toque del clarín llamándonos a un alzamiento para ejecutar justicia en la persona del opresor.  No, es una melodía mucho más delicada —los susurros del agua lavadora sobre los pies de nuestros enemigos.  Este momento, el momento de amor activo del enemigo es, en el lenguaje del apóstol Pablo, pura gracia.  «Porque cuando éramos todavía enemigos, Cristo nos amó y se entregó por nosotros» (Ro 5,8-10; Ga 2,20).  Aquí es donde se encuentra la salvación.  El amor al enemigo describe las condiciones y también las consecuencias de la salvación.  Somos salvos porque alguien que nosotros pensábamos que era nuestro enemigo nos amó.  Y es precisamente ese amor lo que nos transforma en «amadores de nuestros enemigos».

Tal es la lógica de «la salvación por la gracia».  Y aunque el lenguaje de Pablo, el lenguaje de la gracia, tal vez no haya sido el lenguaje consciente de la fe,la práctica de la «no resistencia» y el amor a los enemigos es inexplicable sin que opere la presencia previa de lo que Pablo llamó «Gracia»: que Dios nos amó cuando todavía éramos enemigos.

Si los teólogos y los pastores quieren entender de una Salvación apta para el siglo XXI, tendrán que prestar atención a las «gracias sencillas» que ya están presentes en sus comunidades locales.  Necesitarán aprender a ver con sus ojos las muchas y diversas formas de gracia que llenan de poder las vidas cotidianas de sus hermanos y hermanas.  Porque los anabaptistas tienen una honda experiencia de gracia —cada vez que se descalzan y se arrodillan para lavarse los pies unos a otros.  Y reconocen la gracia cuando, en esas ocasiones infrecuentes, alguien que pensaban que era un enemigo les expresa amor.  Para que los anabaptistas modernos puedan ser un pueblo que puede y quiere «amar al enemigo», tendrán que aprender y enseñar un espíritu de gratitud en lugar de avivar los fuegos de la ira.  Necesitarán alimentar un conocimiento que ya existe entre ellos en sus «pequeñas comunidades» a lo largo del país y recordar que el fruto de la salvación es, ciertamente «amor, gozo, paz, paciencia, bondad, generosidad, fidelidad, delicadeza y dominio propio» (Ga 5,22) [18].

Sólo un pueblo fuerte puede vivir vidas tan delicadas.  Y tal fuerza sólo se puede hacer realidad entre los que han experimentado la gracia de Dios que está en Cristo Jesús nuestro Señor.  Estoy convencida de que el mundo, al empezar el siglo XXI, necesita desesperadamente este testimonio de una fuerza delicada.  Y estoy igualmente convencida de que el pueblo llamado anabaptista, está ricamente dotado por Dios para brindar precisamente tal testimonio de fuerza delicada —entre ellos y para el mundo.


1. Véase por ejemplo la quinta homilía sobre Filpenses, de Crisóstomo, donde pone: «Oh qué llena de sabiduría verdadera, qué universal la palabra para nuestra salvación en esta lección [que Pablo] enuncia. […] Porque la humanidad [sic: léase humildad] es la causa de todo bien […] No sólo la humildad sino una humildad intensa» (traducción en Ante-Nicene Fathers).

2. Humildad (ταπεινοφροσύνη) era una palabra favorita de Crisóstomo y sus pares orientales.  De las 967 veces que figura esta palabra en toda la literatura griega que se conserva, más que 700 se encuentran en los escritos combinados de Crisóstomo, Basilio y Gregorio de Nacianzo.

3. Ver Stg 4,6.10; Lc 3,5; 1 P 5,6; Hch 8,33.

4. Ver, por ejemplo, Sal 55,19; 119,75; 1 S 2,7; 2 S 22,28; Os 14,9.  La palabra hebrea ‘ânâh se emplea de diversas maneras en la Biblia Hebrea.  El uso más frecuente es como descripción de la opresión física y social; se emplea en particular para describir la violación sexual.  Ver, por ejemplo, Gn 15,13; 34,2; Ex 1,12; Jue 19,24; 20,5; 2 S 13,12.14.22.32; Ez 22,10.11.  Pero también se usa en relación a la humildad ante Dios.  Ver, por ejemplo, 2 Cr 33,12; 12,23; 34.26.27; Is 58,3; Dn 10,12 y Si 7,17.  En la LXX la palabra griega ταπεινός se emplea consecuentemente para traducir aquellos casos donde la referencia es claramente a la opresión.  En aquellas raras ocasiones cuando ‘ânâh se emplea para referirse a una «virtud», los traductores de la Septuaginta recurrieron consecuentemente a la palabra griega πραΰτης en traducción.  Esto indica que la palabra griega ταπεινός (y relacionadas) tenía un significado exclusivamente negativo para los griegohablantes.  Fue sólo en la tradición cristiana posterior que se empezó a emplear esta palabra con un sentido positivo.

5. Véase Ragnar Leivestad para una valoración parecida del término «humildad» en la Biblia Hebrea.  R. Leivestad, «ΤΑΠΕΙΝΟΣ – ΤΑΠΕΙΝΟΦΡΟΝ», Novum Testamentum 8 (1996), pp. 36-47.

6. Ver en particular Hch 20,19, donde aunque ταπεινοφροσύνη se suele traducir como «humildad», el sentido se expresaría mejor con «humillación», puesto que ταπεινοφροσύη viene aparejada en paralelo con δακρύων καὶ πειρασῶν (lágrimas y pruebas).

7. Respecto al empleo de ταπεινος y relacionadas en Pablo, ver Ro 12,16; 2 Co 7,6; 10,1; 11,7; 12,21; Fil 2,3.8; 3,21; 4,12.

8. Véanse los comentarios relevantes.  Por ejemplo, G. Hawthorne, Philippians (Waco, Tex.: Word Books, 1987); J. B. Lightfoot, St. Paul’s Epistle to the Philippians (London: Macmillan, 1903, 4th ed.); Karl Barth, The Epistle to the Philippians, trans. J. W. Leitch (London: SCM Press, 1962); y J. F. Collange, The Epistle of Saint Paul to the Philippians, trans. H. W. Heathcote (London: Epworth Press, 1979).  Es casi nula la existencia de comentarios que no adopten esta manera de entender el problema en Filipos.  El comentario de Ernst Lohmeyer es una excepción, aunque acaba enfatizando la necesidad de «humildad» en sus comentarios sobre Fil 1,27-2,18.  Ver E. Lohmeyer, «Der Frief an die Philipper», ed. W. Schmauch, Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue Testament (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1953).

9. Para una exposición más extensa, véase mi disertación, «From Apostolic Presence to Self-Government in Christ: Paul’s Preparing of the Philippian Church for Life in His Absence» (University of Chicago, 1993).

10. A continuación traducimos al castellano la traducción al inglés de la Dra. Wiles.  Sería útil cotejarla con traducciones al castellano y especialmente con el texto griego de la epístola.  (N. del tr.)

11. Μόνον ἀξίως τοῦ εὐαγγελίου τοῦ Χριστοῦ πολιτεύεσθε…  Al contrario que la mayoría de las traducciones al inglés, he traducido el término griego πολιτεύεσθε de tal manera que conserve sus connotaciones esencialmente políticas.  La palabra, en el griego clásico así como helenista, indica «participación en el gobierno».  Respecto a los usos cristianos primitivos de este término en este sentido, véase, e.g., Policarpo, Letter to the Philippians 5,2 (tomado de Phil 1,27 pero en el contexto que guarda relación con el liderazgo de la iglesia); y Orígenes, Contra Celsum 3,30.

12. Nótese especialmente Fil 2,3-4.  Mi traducción, como se ha visto, difiere bastante de las traducciones más habituales al inglés.  En apoyo de esta traducción, véase el uso de ὑπερέχοντας (o «superior a» o bien «líderes») en Ro 13,1 y 1 P 2,13.  Nótese especialmente la variante textual en p46 y Vaticanus, donde estos manuscritos traen un artículo delante de los participios, indicando que entendían que Pablo se estaba dirigiendo a «los líderes».  Véanse también las intimaciones de esta lectura que da Bernhard Weiss, Der Philippenbrief ausgelegt und die Geschichte seiner Auslegung (Berlin: Hertz, 1859), p. 139; y K. Thieme, «Die ΤΑΠΕΙΝΟΦΡΟΣΥΝΗ Philipper 2 und Romer 12» ZNW 8 (1907), 18-20.

13. Obsérvese que Aristóteles indica que φρόνεσις es una virtud propia de los líderes.  La labor de los gobernantes es «pensar por» su pueblo; interpretar su situación concreta a la luz de su constitución y luego actuar como corresponde.  Véase 1 R 3,11ss; Sal 778,72; Sb 6,24; Is 44,28.

14. Ver Wiles, «From Apostolic Presence», 92-9, donde concluyo que el uso que hace Pablo de φρονεῖν (véase Fil 2,5) tiene que ver con «observar según un paradigma».

15. La idea de estar «en Cristo» guarda relación con la imagen paulina de la iglesia como «cuerpo de Cristo».  La diferencia entre estar «bajo Cristo» y estar «en Cristo» es análoga al contraste entre la imagen deuteropaulina de Cristo como «cabeza» del cuerpo (véase Ef 5,23) y la imagen de los escritos auténticamente paulinos de que la comunidad es el cuerpo «entero» de Cristo (véase 1 Co 12,12-27).  En la imagen deuteropaulina la sumisión es la expresión relevante de la iglesia en relación con Cristo; en la concepción de Pablo mismo, la iglesia es antes bien la expresión concreta de Cristo en el mundo.  Esto también toca en las nociones de la «imitación de Cristo».  La imitación de Cristo, a la luz de la concepción paulina de la iglesia como el cuerpo de Cristo, es necesariamente una responsabilidad corporativa, más que personal del individuo.  Ningún individuo puede verdaderamente «imitar» a Cristo por sí solo; hace falta la totalidad del cuerpo actuando en concierto para «imitar a Cristo».  Los eruditos generalmente pasan por alto sin reconocer este elemento crucial de la teología de Pablo.

16. Ver especialmente Ga 4.

17. Me siento tentada a traer a Nietzche a testificar contra nosotros en este particular.  En su Genealogy of Morals, Nietzsche imagina un diálogo entre un tal «Sr. Temerario»: «¿Hay alguien que quiera aprender acerca de cómo se inventan los ideales?  Están transmutando debilidad en mérito. […] La impotencia, que no puede defenderse, en amabilidad; la pusilanimidad en humildad; la sumisión ante los que uno odia, en obediencia a Alguien de quien dice que les ha mandado semejante sumisión —le llaman Dios.  A la inocuidad del débil, su cobardía, su ineluctable estar de guardia para abrir la puerta, le están poniendo títulos como paciencia; el no ser capaz de vengarse, se llama la indisposición a vengarse —incluso perdón («porque no saben lo que hacen —pero nosotros sí, y nadie más, sabemos lo que hacen»).  También, se habla mucho de amar al enemigo —lo cual viene junto con mucho sudar».  Friedrich Nietzsche, The Birth of Tragedy and the Genealogy of Morals, trans. Francis Golffing (Garden City, N.Y.: Doubleday, 1956), pp. 180-1.  ¿Hasta qué punto describiría la crítica del cristianismo que hace Nietzsche, la incapacidad de los anabaptistas para reclamar y enseñar un cristianismo fuerte?

18. Véase cómo R. Scroggs interpreta esta «lista de virtudes» como una descripción (más que prescripción) de la «humanidad redimida».  Robn Scroggs, «The Next Step: A Common Humanity», The Text and the Times (Minneapolis: Fortress Press, 1993), pp. 96-108.