Colección de lecturas
 

PDF Bendición original y el segundo Adán

Corrientes anabaptistas
La historia en conversación con el presente


Anabaptist Currents: History in Conversation with the Present
Carl F. Bowman and Stephen L. Longenecker, eds.
Copyright © 1995 Forum for Religious Studies
Bridgewater College — Bridgewater, Virginia (USA)
Traducción: Dionisio Byler, 2008, para www.menonitas.org


Conversación I — Maneras anabaptistas de entender el pecado (1)

Maneras de entender el pecado
Bendición original y el segundo Adán
por Dale W. Brown

Cuando preparaba esta ponencia, pedía a un reputado erudito en cuestiones anabaptistas que me explicara en una frase la esencia de las creencias anabaptistas sobre el pecado.  Me salió con: «Les parece que está mal».  He descubierto, sin embargo, que si uno se propusiera escribir una teología sistemática del anabaptismo original, el libro no empezaría con doctrinas acerca del pecado ni de la caída.  Par la mayoría de los radicales del siglo XVI, el punto de partida era que los seres humanos estamos creados a imagen y semejanza de Dios.  Mientras que los protestantes tienden generalmente a empezar con el pecado original para proclamar la necesidad de redención, los anabaptistas han enfatizado la bendición original y un afecto a la doctrina de la creación.  Evitando la tendencia a descender a una tipología de Caída-Redención, el anabaptismo generalmente a encarnado una soteriología de Creación-Caída-Redención.  La salvación se ve como la restauración de la naturaleza divina a las personas caídas.  Esto se corresponde con mi convicción de que  los cristianos sólo pueden adquirir noción de la caída si primero adquieren la visión del mundo como debiera ser, donde van de la mano imágenes de la creación y visiones proféticas de la naturaleza del reino apacible.  Sólo es posible notar hasta qué punto hemos errado si tenemos primero un encuentro con Jesús y sus enseñanzas.

El pecado original

«En la caída de Adán todos pecamos».  Estas plabras del New England Primer expresan el tópico de la inculpación de todas las personas por causa del pecado heredado de nuestros primeros progenitores.  Fueron estas presuposiciones acerca del pecado original lo que llevó a los Reformadores Protestantes clásicos a abrazar temas como la servidumbre de la voluntad.  La buena noticia era que el sacramento del bautismo eliminaba la culpabilidad del pecado  Esto se conseguía mediante lo que se vino en llamar justificación forense, donde la condición de la persona ante Dios se ve transmutada por el perdón sin que se elimine la propia naturaleza pecadora.  Para Lutero y otros Reformadores protestantes, el cristiano siempre será simul justus et pecator (siempre justificado a la vez que pecador).  Esta antropología presuponía la pasividad de la humanidad y se unía a la fe en la soberanía de Dios para proclamar que la salvación viene enteramente de Dios.

Si vemos los textos bíblicos que citaban los anabaptistas habría que decir que estaban de acuerdo con los Reformadores clásicos.  Melchor Hoffman, Dirk Philips, Hans Denk y Menno Simons —todos ellos sostenían que la raza humana entera está corrompida, envenenada y maldita por culpa de la transgresión de Adán, cuya desobediencia entregó a toda la humanidad a la cautividad de Satanás [1].

Modificaciones

Sin embargo, cuando uno se dedica a leer más de sus textos antropológicos, empieza discernir muchas desviaciones de la doctrina del pecado original.  En primer lugar, los radicales rechazaron nociones deterministas de doble predestinación, para dar prioridad a la eterna bondad de Dios.  Se opusieron a la idea de Lutero de un albedrío cautivo, para mantener su creencia firme en el libre albedrío y la necesaria responsabilidad moral de los seres humanos.  En segundo lugar, muchos, como Baltasar Hubmaier, creyeron que existe algún vestigio de la imagen divina a pesar de las consecuencias condenatorias de la caída.  El análisis de Hubmaier de tres aspectos de la raza humana, fue muy conocido.  Los seres humanos están creados como cuerpo, espíritu y alma.  Antes de la caída estas tres aspectos eran buenos.  Después de la caída sólo el espíritu permanece libre de culpa [2].  En tercer lugar, este tipo de convicción encaja con las proclamas típicas de los anabaptistas de Cristo como un segundo Adán.  Sus enseñanzas integraban con literalismo el texto paulino de que así como en Adán todos perecen, así también en Cristo todos son vivificados (1 Co 15,22).  Así como Adán fue la persona representativa que hace de signo del estado caído de la humanidad, así también Cristo, mediante su muerte, expió los pecados de todos.  El énfasis en la labor universal de expiación del segundo Adán condujo a modificaciones de creencias mantenidas desde largo sobre el pecado heredado del primer Adán (Ro 5,6; Mt 19,13-14).

Alexander Mack, Jr., un pensador anabaptista posterior, sostuvo que el argumento contra el bautismo infantil no debe construirse sobre la negación del pecado original sino sobre el énfasis en la eficacia de la obra de Cristo.  Su padre había puesto en entredicho el argumento a favor del bautismo infantil cuando escribió que «los niños se encuentran en un estado de gracia por los méritos de Jesucristo» [3].  En este respecto los Mack fueron parte de un legado radical que acusaba a los Reformadores clásicos de una justicia por las obras, al exigir un acto de bautismo para obtener la anulación de la culpabilidad del pecado.  El contraargumento ha sido acusar a los anabaptistas de haber adoptado una expiación forense que altera el estado de los niños sin obtener su transformación ontológica (Jn 1,29).

Dirk Philips admitió que los niños tienen una inclinación innata hacia el mal.  Al contrario que las personas maduras, sin embargo, los niños no son culpables, merced a la obra de Cristo.  Así como Adán y Eva se encontraban en un estado de gracia antes de caer, así también los niños durante su edad de inocencia.  Esto condujo, en círculos anabaptistas, a un esquema soteriológico que considera que la historia de Adán y Eva es la historia de cada persona en particular [4].  Nacemos en un estado de inocencia; erramos y nos rebelamos contra lo que se nos creó para llegar a ser; y la actividad redentora mediante Cristo nos restaura la imagen divina.

A la temática del primer y segundo Adán, los anabaptistas añadieron la idea de una primera y segunda gracia.  Pilgram Marpeck había hablado de la gracia del ayer y la gracia de hoy para distinguir entre los pactos antiguo y nuevo; Hubmaier, en cambio, definió la gracia primera como bondad creada y la segunda gracia la obra de Cristo que restaura la imagen divina [5].  La primera obra de gracia hace que la persona tenga la capacidad de arrepentirse y tomar decisiones reales.  Si bien ambas obras de gracia están presentes en la soteriología anabaptista, veamos para los efectos presentes las derivaciones antropológicas de la gracia primera.

El texto en el que se cristalizaba la idea de una bendición original es el primero que utilizarían a la postre también los cuáqueros, a saber, Juan 1,9:  «La luz verdadera que alumbra a toda la humanidad venía a este mundo» (DHH).  Los líderes anabaptistas del sur de Alemania y de los Países Bajos, predicaron que Cristo no hubiera puesto a los niños como ejemplo que debíamos imitar, a no ser que hubiera en ellos alguna bondad innata [6].

La tendencia a ver la naturaleza humana no desde las realidades históricas de la caída sino desde la naturaleza original con que fue creada, tiende a desembocar en lo que se percibe como incoherencias en el pensamiento de los primeros anabaptistas.  Éstas, sin embargo, se pueden atribuir en parte al pluralismo teológico —que frecuentemente no se reconoce— entre aquellos primeros líderes.

La influencia del misticismo

Alvin Beachy en su tesis doctoral publicada, The Concept of Grace in the Radical Reformation, añadió un apéndice donde intentó discernir si el anabaptismo fue una radicalización del protestantismo o si, en cambio, fue una expresión tardía del misticismo medieval [7].  Influenciado seguramente por su profesor George Williams, de Harvard, concluó que aquellos líderes tendieron a beber más de las aguas del misticismo tardío.  Esto fue especialmente cierto en cuanto a su antropología.  Habría que exceptuar aquí a Hoffman y otros que recibieron más claramente la influencia de la doctrina luterana.  Fueron Hans Denck y Hans Hut los que más hondamente bebieron las aguas del misticismo.  Con todo, muchos otros anabaptistas también adoptaron temas místicos, de personas como Johannes Tauler y los Hermanos de la vida en común.  Siguieron enamorados de la obra popular mística Theologia Germanica, cuando Lutero ya la había abandonado.  El trasfondo de humanismo renacentista en Zúrich y las raíces católico romanas  de muchos de los primeros líderes probablemente contribuyó a estas tendencias místicas.

Es la antropología soteriológicamente investida de los místicos lo que les impulsó a considerar que los niños no sólo heredan el pecado original sino también la luz natural (Jn 1,9).  Adoptaron de los místicos nociones de la luz interior, la palabra interior y el testimonio interior del Espíritu Santo.  Bien es cierto que la mayoría de los anabaptistas han insistido que esa palabra interior tiene que corresponderse con la palabra exterior, es decir las Escrituras, la creencia en este testimonio interior abrió la puerta a intuiciones, visiones especiales y una teología natural.  La teología mística resultaba compatible con los énfasis marcados de los anabaptistas en el libre albedrío.  Fortalecía su creencia de que las personas poseen la habilidad de resistir el pecado por causa de la obra primera de la gracia.  Si bien los radicales discreparon con los Reformadores magisteriales en cuanto al grado de destrucción de la imagen divina por culpa de la caída, también discreparon con muchos de los místicos al insistir en la necesidad de la obra del Espíritu Santo y de la segunda obra de la gracia para la salvación.

Vínculos con perspectivas tradicionales y con otras perspectivas cristianas

Cada vez me llaman más la atención ciertos parecidos en los comienzos de los movimientos pietista y anabaptista.  Es posible hallar ese pluralismo de biblicismo místico y de discipulado, al comienzo tanto del anabaptismo, como de los movimientos de reforma pietista en los siglos XVII y XVIII.  Ambas historias narran experiencias de conversión dramática así como testimonios de crecimiento lento y constante en la fe, sin luchas ni cambios bruscos.  Spener adquiere matices francamente anabaptistas en su prédica centrada mucho más en la vida nueva que en el nuevo nacimiento.  Es posible que, merced a su contexto luterano, los pietistas hayan asumido una idea más pesimista que los anabaptistas en general.  Sin embargo, es posible hallar en ellos críticas a determinadas nociones sobre el pecado original, la esclavitud de la voluntad o la predestinación —como ya había sucedido con los anabaptistas.  Ambos movimientos combinan variaciones sobre el estado caído de la naturaleza humana, con un optimismo acerca de lo que Dios puede conseguir en y a través del individuo.  Su reacción contra una teología centrada casi exclusivamente en la justificación fue la misma:  El Dios que es lo bastante bondadoso como para perdonarnos es también lo bastante poderoso como para transformarnos.  En su manera de entender la salvación como la restauración de la imagen de Dios, ambos movimientos enfatizaron la bondad o bendición original de los seres humanos.  Por eso los pietistas en las colonias americanas hablaban de «despertares» más que de «conversiones».

Ahora quiero pintar con brocha gorda algunas versiones anabaptistas de formas tradicionales de entender el pecado.  Una definición corriente del pecado en los estudios bíblicos ha sido la de «errar el blanco».  Tal definición es compatible con enseñanzas que definen el pecado como vivir de tal manera no se vea claramente lo que significa haber sido creados a imagen de Dios.  Los anabaptistas concordaban con Calvino al considerar que el pecado es desobediencia.  Los anabaptistas tradujeron la definición de Calvino del pecado como desobediencia de la voluntad de Dios, en desobediencia de los mandamientos de Jesús.  Otra definición corriente del pecado es «orgullo».  Aunque frecuentemente culpables de orgullo en la propia afectación de su humildad, los anabaptistas hemos insistido en no jactarnos.  Porque cualquier cosa buena que pueda ser hallada en nosotros deviene de la gracia primera de Dios en la creación y ha sido restaurada y hecha eficaz por virtud de la segunda gracia de Cristo.  Se ha acusado frecuentemente a los anabaptistas de no entender que existe una diferencia entre el pecado y los pecados.  Sin embargo su teología relacional es compatible con tal distinción.  Vivir en el Espíritu es hallarse en relaciones rectas con Dios, con el prójimo y con toda la buena creación de Dios.  Andar en la carne es carecer de —o negarse a estar en— relaciones rectas.  El pecado, entonces, resulta de un debilitamiento de las relaciones con Dios, con el prójimo, y el resto de la buena creación de Dios.

A continuación comparto algunos eventos de mi propia peregrinación.  Una miembro feminista de una de mis clases recientemente acababa de dar a luz su primer hijo.  Dio testimonio apasionado de lo maravillosa que había sido su experiencia de dar a luz y añadió que sólo a teólogos varones se les podía ocurrir una doctrina como la del pecado original.  De inmediato intervino una hermana de persuasión presbiteriana, para decir que ella tenía cuatro hijos y amaba intensamente a cada uno de ellos y con todo, seguía manteniendo su creencia en la realidad del pecado original.  Con lágrimas, otra hermana acusó a las otras de dar a entender que en tanto que no hayas parido un hijo, eres incapaz de hacer teología.  Esta fue una de esas muy escasas ocasiones cuando he tenido la sabiduría de ganarme mi salario dejando que otras personas se hagan con la clase.  Aquel debate, sin embargo, conecta con mi propia experiencia como padre.  Cuando nuestros hijos eran muy pequeños y yo volvía de una ausencia de varios días, solía quedarme quieto contemplando el sueño de mis pequeños vástagos acostados en sus camas.  Me los figuraba con halos alrededor de su rostros angelicales.  Si al día siguiente mi esposa y yo teníamos que bregar con situaciones de crisis y chirriantes peleas fraternas, los halos desaparecían y en su lugar aparecían cuernos.

Por ello halla resonancia en mí el ensayo donde Martin Luther King, Jr., describe su «Peregrinación hacia la no violencia».  King narra cómo Reinhold Niebuhr había rechazado el optimismo superficial sobre la naturaleza humana que había absorbido en la juventud.  A la vez, se sentía insatisfecho con una neo-ortodoxia que definía la naturaleza humana puramente en términos de capacidad para hacer el mal.  Concluye, como ya lo habían hecho muchos anabaptistas, con la idea de que la verdad seguramente se encuentra en alguna síntesis entre ambas posiciones.  Los seres humanos nacemos con inclinaciones hacia el bien y también con inclinaciones hacia el mal.

Trampas que tiende la antropología anabaptista

Quiero concluir subjetivamente, con algunas de las debilidades y virtudes de la antropología anabaptista.  En primer lugar, el legalismo.  Partiendo del énfasis en andar en novedad de vida a la luz de la imagen restaurada de Dios, es fácil derivar en que determinadas reglas y normas específicas de estilo de vida resulten ser más fundamentales, en la práctica, que el amor de Dios.  Las tradiciones eclesiales anabaptistas han tendido a hacer un dios de su bondad en lugar de vivir como respuesta a la bondad de Dios.  En segundo lugar, un dualismo entre la mente y la carne.  Cuando se establece una distinción fundamental entre el espíritu y la carne, es fácil caer en la tentación de considerar que los pecados sexuales son más graves que los pecados de actitud.  Las aberraciones sexuales han sido castigadas con mayor severidad que el talante criticón que se manifiesta como malicia y chismería.  Luego también, un dualismo entre la iglesia y el mundo.  En general, los anabaptistas han sabido rechazar la idea de que los creyentes jamás consigan una perfección completa.  Sin embargo su marcada tendencia a considerar que la iglesia pueda ser pura, sin mancha ni arruga, ha desembocado frecuentemente en su incapacidad para discernir el pecado que se aloja en el seno de la iglesia, ni para observar la actividad del Espíritu que se desenvuelve más allá de sus comunidades de fe.

Virtudes

Es posible que lo que yo enumero como virtudes, otros considerarían defectos.  En primer lugar, de estas consideraciones antropológicas han devenido contribuciones harto reconocidos en el campo de la política.  La separación de iglesia y estado y la libertad de religión, tienen su origen en una concepción anabaptista de la naturaleza humana, que enfatiza la libertad del albedrío humano y la naturaleza amante y no violenta de la actividad de Dios.

En segundo lugar, el discernimiento de la condición humana a partir de su naturaleza tal cual fue creada, realza la doctrina de la creación a la par que las doctrinas de la redención.

En tercer lugar, como contrapeso al dualismo entre la iglesia y el mundo, una antropología derivada de la obra del segundo Adán extiende la actividad de Dios más allá de las fronteras de la iglesia.  El rechazo de la predestinación resultó de la aceptación anabaptista de una expiación universal.  Ellos aplicaron el perdón de la culpabilidad del pecado original por obra del segundo Adán, a los retardados mentales y a los que nunca han tenido oportunidad de oír el evangelio de Cristo.  Tales énfasis universalistas, cuando son mantenidos por cristianos con una orientación plenamente cristocéntrica y bíblica, pueden aportar un paradigma útil en nuestra era presente, cuando muchos recelan de dialogar con otras religiones del mundo.  Los pacificadores consideran que esto es esencial.

Cuarto, puede que admitir cierta sinergia heterodoxa propia del anabaptismo, acabe por ser una aportación positiva.  Gordon Kaufman, en su mensaje presidencial a la American Academy of Religion, fue fiel a su legado cuando describió la necesidad de una teología de responsabilidad moral.  Habló de la posibilidad de que desemboquemos en un holocausto nuclear.  Sus discurso resulta de igual pertinencia respecto a las inquietudes ecológicas y nuestra cultura hedonista.

Por último, la creencia en que tanto la bondad innata como la imagen restaurada son dones de la obra de gracia, debería corregir una tendencia en muchos de los pacifistas que se encuentran en las «iglesias de paz» [8], a sumir un humanismo que adolece de candidez.  Hay que recordar que antes de que «aparecieran» la Nueva Era y los homosexuales, los cristianos consideraban que la personificación más peligrosa del mal se encontraba en los «humanistas secularizados».  En aquellas lides, era difícil reconocer que hubiera que arremeter contra personas que al fin y al cabo, sencillamente abrigaban un interés y una pasión por servir al ser humano.  Con todo, he llegado a la conclusión de que —por lo menos en teoría— nuestra tradición cristiana ofrece un cimiento más sólido para los legítimos intereses humanistas.  He observado la falsedad de la fe en una humanidad que ignora la fe en Dios.  Si amamos al prójimo porque se supone que es inherentemente amable… pero luego ese prójimo manifiesta los nada amables rasgos del pecado, es fácil acabar como liberales desilusionados.  Pero si amamos al prójimo porque Dios nos amó a nosotros cuando estábamos sumidos en el pecado, entonces seremos capaces de seguir amando… incluso cuando nos invada la tentación a considerar que son indignos de nuestro amor.


1. Véase documentación por Alvin J. Beachy, The Concept of Grace in the Radical Reformation (Nieuwkoop, B. DeGraaf, 1977), 35-6.

2. Baltasar Hubmaier, Spiritual and Anabaptist writers, The Library of Christian Classics, Vol. XXV (Westminster Press, 1057), 117.

3. Alexander Mack, «Rights and Ordinances», Donald F. Durnbaugh, European Origins of the Brethren (Elgin, IL: Brethren Press, 1958), p. 352.

4. Afirmación sobre Dirk Philips en Beachy, p. 39.

5. Ibíd. p. 66.

6. Alexander Mack, «Rights and Ordinances», en Durnbaugh, European Origins, 352.

7. Ibíd. p. 187ss.

8. Peace churches, iglesias de paz, es un mote genérico con que se ha dado en denominar las muy diversas tradiciones eclesiales que rechazan en términos absolutos el recurso a la «violencia justificada» o «violencia justa».  Procuraremos recordar poner este término entre comillas, «iglesias de paz», cada vez que aparece este término con esta significación.  (N. del tr.)