El Mensajero
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


Seol — El lugar de los muertos en el Antiguo Testamento.  Un lugar debajo de la tierra.  Inicialmente, más o menos lo mismo que «cementerio» o «tumba».  Sin embargo en los últimos siglos antes de Cristo, empieza a influir en los judíos la noción griega del «Hades», un reino de sombras y ultratumba, donde los muertos conservan algún tipo de consciencia y existencia más allá de la muerte.

Hay en prácticamente todas las culturas humanas la idea de la pervivencia de los muertos.  En primera instancia, está la propia experiencia que nadie puede negar, de la pervivencia de las personas en el recuerdo de los vivos.  Al principio hasta solemos «hablar» con los muertos —en la imaginación— mientras nos vamos acostumbrando a aceptar del todo esa ausencia que nos ha provocado su muerte.  En algunos casos esta idea de seguir en contacto con los muertos se plasma en la creencia en fantasmas, en miedos supersticiosos en torno a tumbas y cementerios —y hasta en prácticas espiritistas.

En algunas culturas es tal la reverencia a los antepasados difuntos, que en torno a ellos se erige todo un culto y se levantan altares familiares en su memoria.

Algo de esta idea de la supervivencia de los antepasados más allá de la muerte, hallamos en el comentario de Jesús a partir de que el Señor de Israel dice: «Yo soy el Dios de Abraham, Isaac y Jacob». Jesús añadió que el Señor «no es un dios de muertos», afirmando así que en algún sentido Abraham, Isaac y Jacob seguían vivos a pesar de haber fallecido más que mil años antes.  Esta afirmación de Jesús es interesante porque no viene estrictamente obligada por la lógica:  No es necesario que Abraham, Isaac y Jacob sigan vivos, para poder afirmar que Dios «es» el Dios de ellos.  Podríamos entender que «Yo soy el Dios de Abraham, Isaac y Jacob» significa, en efecto: «Yo soy el mismo Dios a quien adoraron y sirvieron Abraham, Isaac y Jacob mientras vivían».

Jesús y los primeros cristianos creían, al igual que el fariseísmo den­tro del cual surgieron como una «secta» del judaísmo, no sólo en la pervivencia de la existencia de los difuntos, sino especialmente en su resurrección o revivir al final de los tiempos.  La parábola de Jesús sobre el mendigo Lázaro y el rico (Lc 16,19-31), da a entender no sólo la pervivencia más allá de la muerte sino también diferentes lugares de destino final, según fueron las obras del difunto.  Todas estas ideas eran todavía bastante novedosas y radicales en aquel tiempo; y desde luego distan mucho del concepto de la muerte que rige en la gran mayoría de los escritos del Antiguo Testamento.

En aquellos escritos, se entendía que la muerte es permanente; que los cuerpos de las personas vuelven al polvo del que nacieron y ya nunca más volverán a existir.  Quedaba, sí, una esperanza para el futuro, que es la que brindaba la «simiente» o descendencia.  Esto es asombrosamente paralelo a como hoy en día algunos científicos afirman que la única función de los organismos superiores (por ejemplo un animal cualquiera o el propio ser humano como organismo viviente), es la reproducción de los rasgos genéticos que contienen las cadenas de ADN.  Se diría que los genes sobreviven; y que las personas individuales no son más que la expresión circunstancial y pasajera de esos genes.  No es así como lo expresan los autores del Antiguo Testamento, pero es más o menos lo que indica la esperanza de dejar una «simiente» cuando uno haya desaparecido.  No había infortunio más desdichado en Israel, entonces, que el de morir sin descendencia.  Eso suponía morir del todo, desaparecer para siempre de la tierra.  Mientras que quien moría dejando descendencia, seguía viviendo en esa «simiente» que había dejado.

«Descender al Seol», entonces —para llegar por fin a una expresión más o menos típica del Antiguo Testamento— vendría a ser sencillamente descender a la tumba.  Morir.  Los que descienden al Seol ya no pueden adorar al Señor (Sal 6,6[5]; 115,17) ni se enteran de nada (Ec 9,10).  Han dejado de existir (Job 7,9; Is 38,18).

La traducción del Antiguo Testamento al griego, que empezó en el siglo III a. C., pone «Hades» donde en hebreo ponía «Seol».  Para los griegos, el Hades era claramente un lugar donde los muertos seguían existiendo.  Allí conservaban algún tipo de continuidad espiritual con la esencia de lo que habían sido cuando seguían biológicamente vivos.  Al poner «Hades» donde en su Biblia hebrea ponía «Seol», los traductores judíos indican estar aceptando la creencia griega en el tipo de existencia eterna —aunque muy limitada— de las «almas» de los difuntos.  Esto todavía no es lo mismo que el concepto de «Infierno» como lugar de castigo y «Cielo» como lugar de gozo eterno.  Pero para tratar sobre esto último habrá que esperar a otra ocasión —y utilizar otras palabras que «Seol».

—D.B.

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Publicado en
El Mensajero Nº 92


 

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