El Mensajero
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos


sacrificio — Método para aplacar la ira o conseguir el favor de los dioses en la antigüedad, que consistía en dar al dios algo de especial valor (matán­dolo o destruyéndolo).  Cuanto más valioso lo sacrificado, mayor se enten­día ser el efecto.  Para las situaciones normales, bastaba con quemar alimen­tos o matar los mejores ejemplares del ganado.  Pero en ocasiones de crisis extraordinaria, había que recurrir al sacrificio de lo más preciado: el hijo y heredero, aquel en quien debiera ha­berse perpetuado en el futuro el linaje de quien ahora lo mata para su dios.

Estas nociones, que datan de miles de años antes de la revelación bíblica, perviven en la propia Biblia aunque van sufriendo una transformación y evolución paulatina, hasta su casi total desaparición en la espiritualidad cris­tiana contemporánea.

¿Cómo es posible explicar la pre­sencia del concepto de sacrificio —incluso el sacrificio de un hijo— en el testimonio bíblico, cuando sus oríge­nes están en un paganismo prebíblico, de civilizaciones de la antigüedad cuya barbarie y violencia ofende tanto la sensibilidad humana?

Toda idea nueva encaja en la men­te del que la recibe, dentro del marco de referencia de lo que esa persona ya sabe (o piensa saber).  Si hoy se nos apareciese un ángel o el mismísimo Jesucristo y nos dijera cosas nuevas, cosas que nunca antes habíamos oído, nos esforzaríamos —como buenos cristianos— por compaginarlo dentro del marco de referencia que es para nosotros la revelación bíblica.  Tam­bién, inevitablemente, nuestras men­tes se esforzarían por hacer que encaje con nuestras experiencias vitales hasta ese momento.  Entenderíamos —o pensaríamos entender— lo que nos dijera; pero nunca en estado puro, sino filtrado por todos nuestros con­ceptos previos y nuestras experiencias previas.

Por eso toda revelación de Dios en la propia historia sagrada que contiene la Biblia, ha tenido que ser progresiva.  Son posibles avances repentinos y sor­prendentes en el conocimiento de Dios mediante un profeta especial­mente elegido; pero estos avances siempre se acaban amoldando a lo conocido con anterioridad.  La revela­ción bíblica es el resultado, entonces, del cúmulo de ajustes en las nociones que se tiene de Dios.  Ajustes que cul­minan para los cristianos en la revela­ción del Hijo y el derramamiento del Espíritu.  Y en los últimos dos mil años, el cúmulo de experiencias vivi­das por la Iglesia nos han llevado a continuar evolucionando nuestras ideas acerca de Dios y de las reali­dades últimas, que ya no somos capa­ces de concebir en exactamente los mismos términos que en el siglo I.

Todo esto viene a explicar los epi­sodios de sacrificio de un hijo que cuenta la Biblia.  Seguramente el más sorprendente, por la interpretación po­sitiva que tiene incluso en el libro de Hebreos, en el Nuevo Testamento, es el de Jefté.  El testimonio bíblico nos lleva a comprender lo hondamente trágica que es la necesidad de que Jef­té sacrifique a su hija, pero no desau­toriza expresamente esa acción como contraria a la voluntad de Dios, sino que alaba a Jefté como un héroe de la fe.

El judaísmo rabínico desarrolló en los primeros siglos de nuestra era, una forma revolucionariamente nueva de vivir la espiritualidad.  Para ellos ya no eran posibles los sacrificios, por cuanto el Templo había sido destruido por segunda vez, lo cual les indicaba con claridad meridiana que Dios mis­mo ya no estaba interesado en recibir sacrificios.

Esta idea de una espiritualidad o devoción a Dios sin sacrificios, acabó siendo adoptada también por los crist­ianos.  Para los cristianos fue un poco más complicado y lento, porque entre nuestras formas de explicarnos la cru­cifixión de Jesús, había aparecido casi desde el principio la idea de que el de Jesús fuera un caso más de la eficacia del sacrificio del padre que mata a su hijo para aplacar la Ira o Justicia divi­na.  Es una explicación que deja un poco perplejo, por cuanto el mismo Dios sería el Sacrificador, el Sacrifi­cado, el Sacerdote, y la Deidad que aparta su Ira recibiendo con agrado el sacrificio.

Explíquese como se quiera ese enigma, en la práctica de nuestra espiritualidad, la realidad es que los cristianos estamos hoy día persuadi­dos de que a Dios no le interesa que nos quitemos la comida de la boca para dársela a él.  Ni mucho menos que le matemos nuestros hijos.

La noción del sacrificio sigue ope­rando, sin embargo, y con un signo positivo, en la disposición de los cris­tianos a dar a Dios y al prójimo nues­tro tiempo y compartir nuestros bienes con los necesitados y con la obra de la Iglesia.  «Nos sacrificamos», enton­ces, no porque pensemos con ello aplacar la ira de Dios ni ganarnos un trato preferente.  Lo hacemos porque hemos adaptado nuestros valores a los del Reinado de Dios y entendemos, por consiguiente, que hay cosas en la vida que merecen nuestro esfuerzo y «sacrificio».

—D.B.

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Publicado en
El Mensajero Nº 90


 

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