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expiación
— La «doctrina de la expiación» vendría a ser la forma como explica la teología cristiana una serie de datos de información bíblica sobre el pecado de la humanidad (y de cada individuo en particular), la obra de Cristo —en particular su muerte en la cruz—, el perdón divino, y el «hacer justos» a los pecadores.

Para que la explicación resulte satisfactoria, tiene que casar con cierta verosimilitud, con la diversidad de imágenes o metáforas que emplea el Nuevo Testamento para relacionar nuestro pecado y perdón, con la obra de Cristo.

La forma de expresar esta doctrina cristiana adopta históricamente dos vertientes principales:

Explicaciones objetivas, donde se entiende que el pecado ha elevado una muralla entre Dios y nosotros, una culpabilidad objetiva, real y gravísima, cuyo producto es «la ira de Dios». Esta barrera es insalvable a no ser que Dios mismo tome medidas para borrar nuestras culpas y hacernos aceptables para relacionarnos con Dios como hijos.

Explicaciones subjetivas, donde la barrera no está ahí fuera, como una muralla invisible entre Dios y nosotros. Sería al contrario una barrera interior, actitudinal, en el corazón humano. Entonces el amor y la gracia de Dios derriten nuestras reservas y recelos, enterneciéndonos para responder y relacionarnos con él. No sería Dios el que tiene que cambiar (abandonando su «ira»), sino que somos nosotros los que tenemos que cambiar (abandonando nuestra rebeldía).

Una de las explicaciones que más interesaron en los primeros siglos fue la de Jesús como rescatador de los cautivos de Satanás. Satanás nos tendría cautivos (al pecado, y por consiguiente, a la muerte) pero al ofrecerse Jesús el Hijo de Dios a entregarse por nosotros a cambio de que nos dejara en libertad a los demás, Satanás se frotó las manos y aceptó el trato. Pero descubrió que no era capaz de retener a Jesús en sus dominios, de la muerte, y Jesús se le escapó resucitando. Cayó en desprestigio esta explicación, sin embargo, porque por una parte parecía obligar a Dios a negociar con Satanás para obtener nuestra liberación, y por otra parte hacía de Cristo un negociador deshonesto, prometiendo algo que no pensaba cumplir.

La explicación teológica más difundida de la expiación se conoce como de «satisfacción». Fue elaborada en la Edad Media por Anselmo de Canterbury. No es propiamente una idea bíblica en sí, aunque reúne muchos elementos que sí aparecen en el Nuevo Testamento. Anselmo imaginó un tribunal de justicia donde Dios es a la vez el demandante por daños y perjuicios, el juez y ejecutor de la sentencia, y un tercero que se ofrece para cumplir él la condena en lugar del condenado.

Los daños y perjuicios que ocasiona a la gloria y soberanía de Dios el pecado humano, tiene una única sentencia posible. Ese agravio sólo se puede satisfacer —como cualquier agravio al honor de un soberano en la Edad Media— con la muerte.

Pero, y esto es lo esencial para esta explicación, no es obligatorio que sea el culpable en persona el que pague. Como cuando se paga una multa, lo importantes es que la condena se cumpla y el demandante se dé por satisfecho. En teoría podría morir cualquiera por cualquier otro, excepto que toda la humanidad ya tenemos que pagar por nosotros mismos y nadie tiene una vida extra que donar a favor de otro. Pero el Hijo, que no tiene culpa propia, asume él la culpa de todos nosotros y padece él la muerte de todos nosotros. Dios se da por satisfecho y nosotros nos libramos de la condena de muerte.

Naturalmente, las presuposiciones medievales acerca de cómo funciona la justicia, la cuestión del «honor» de un soberano, y la aceptación de la muerte de un inocente mientras se libra el culpable, se ve de manera muy diferente donde la justicia no funciona así. Por ejemplo en sociedades que hemos eliminado la pena de muerte y jamás se nos pasaría por la cabeza aceptar a sabiendas que se ejecute a un inocente. Una explicación que en la Edad Media parecía explicarlo todo, a nosotros hoy día nos provoca más inquietud y rechazo, que satisfacción intelectual y moral.

Me parece que sería útil, en estas cuestiones, volver a vincular estrechamente la cruz de Cristo y la cruz de sus seguidores, como Cristo mismo lo vinculaba. Cristo aceptó su muerte con mansedumbre, entendiendo —como también lo entendía Caifás al decir que era mejor que muriera uno solo y no todo el pueblo— que existía un peligro real de que el ejército romano aprovechara el desorden en Jerusalén, para intervenir con la brutalidad mortal que le era característica. Murió él por su pueblo, y al hacerlo y resucitar, nos salvó del temor a la muerte que nos tiene cautivos en hábitos de egoísmo e insolidaridad.

El pecado de la humanidad es gravísimo y tiene consecuencias mortales. Pero la dinámica de Cristo «en nosotros» y nosotros «en Cristo», nos hace obedientes para participar con él en el sacrificio a favor del prójimo, a la vez que nos hace hijos amados para participar con él en la resurrección. Se puede decir mucho más, pero esto también es necesario decirlo.

—D.B.