boda

Meditación para una boda
El amor es un mandamiento
por Dionisio Byler

Beatriz y Luis Alberto, supongo que al llegar a este día, ya habéis pasado por algunas sesiones de consejería prematrimonial. Suponiendo que esto es así, cualquier consejo que os pudiera dar ahora sería seguramente redundante. Sólo podría servir para enfatizar cosas que ya sabéis. Por otra parte, tampoco me hago muchas ilusiones de que sea posible que el día de mañana recordéis mis palabras, entre tantos sentimientos y cosas que estáis viviendo hoy.

Quiero empezar por leer tres pasajes muy breves del Nuevo Testamento, que sin duda os resultarán bastante familiares:

Romanos 13,8-10. A nadie debáis nada aparte de amaros unos a otros; porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Aquello de «No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás» y cualquier otro mandamiento, en esta palabra halla su cumplimiento: Que ames a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace ningún mal al prójimo; por consiguiente, el cumplimiento de la ley es el amor.

Filipenses 1,9-10. Y esto ruego a Dios, que vuestro amor vaya en aumento más y más todavía, con conocimiento y percepción para juzgar vosotros lo que conviene, para que seáis puros e íntegros en el día de Cristo.

Juan 13,34-35. [Jesús dijo:] Os pongo un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros. Como yo os he amado a vosotros, que así os améis unos a otros. Con esto todos se darán cuenta que sois seguidores míos, cuando entre vosotros hay amor.

En principio, estas exhortaciones al amor mutuo no parecen tener en particular que ver con la relación de pareja. Estos versículos son todos mandamientos en general para la vida humana. Tal vez, más estrechamente, son mandamientos para la manera de vivir en comunidad cristiana. Nada ahí de interés particular para la relación de pareja, ¿no?

O sí.

Al final la relación de pareja no deja de ser una relación humana. Una relación muy especial, sin lugar a dudas, pero que sigue siendo una relación humana. Muchas veces os parecerá, a cualquiera de los dos, que no, que es una relación extraña, una relación con un marciano o alienígena de vaya a saber dónde. Pero, obviamente, la relación de pareja es siempre una relación humana. Si además los esposos son ambos cristianos practicantes, es a la vez una relación dentro del seno de la comunidad cristiana. Por extraño que suene, entonces, el matrimonio cristiano es antes que nada una relación entre hermanos. Es una relación entre dos personas hermanadas por su fe en Cristo, hermanadas por su compromiso con Cristo.

Así que lo que os comparto ahora es aplicable a todos nosotros, en todas nuestras relaciones como seres humanos; y especialmente, tal vez, a todos nosotros en nuestras diferentes relaciones en el seno de la comunidad cristiana. Pero hoy quiero resaltar especialmente que si ya es cierto para cualquier otra relación, entonces cuánto más cierto es para la relación de matrimonio cristiano. Quiero enfatizar eso porque una de las cosas que he visto pasar alguna vez, es que en el roce continuo de la relación de matrimonio, un roce continuo que como todo roce puede derivar fácilmente en estrés y agobio y hastío, es fácil olvidar que ante todo es imprescindible respetar las maneras, las buenas formas universales de tratar al prójimo.


     Este amor se muestra como amor cuando a pesar del enfado inicial con que reaccionamos a algo que ha hecho o dicho, nos dominamos y respondemos con amabilidad y respeto y consideración. Se muestra como amor cuando desarraigamos el rencor y recuperamos una predisposición positiva hacia la otra persona.


Por mucha intimidad que se comparta, por muchas horas de convivencia a lo largo de los años… Cuando lo que era una curiosidad medianamente irritante se puede transformar fácilmente en una irritación exasperante, lo que jamás puede desaparecer es el respeto y las buenas maneras y el trato digno que esperamos todos recibir de cada persona con que interactuamos. Esto es tan elemental que no parecería necesario decirlo. Pero sí. Es necesario. Es necesario porque el mucho trato y el mucho roce y los muchos años de convivencia y la mucha confianza nos pueden llevar a ignorar lo más esencial y elemental, que es que la otra persona sigue siendo digna de respeto y consideración y un trato, como mínimo, tan afable como el que trataríamos a un desconocido.

Cualquier forma de tratar a la pareja que nos avergonzaríamos de haber tratado así a un desconocido, naturalmente, debería avergonzarnos doblemente si tratamos así a un hermano de la fe cristiana, ni qué hablar de tratar así a nuestra pareja que Dios nos ha dado.

Y esto me trae al meollo de lo que quiero compartir hoy, que es muy sencillo y se puede decir en una afirmación breve: «El amor es un mandamiento».

El amor es un mandamiento. Lo podríamos dejar ahí, pero no, me extenderé todavía un poco más para explicar cómo es que se pueda mandar algo como el amor. Porque el amor normalmente se entiende como un sentimiento inexplicable que nos inunda, no como una acción que se pueda mandar y obedecer.

Pero descubrimos que en la Biblia, el amor no es un sentimiento sino un mandamiento. Ahora bien: los mandamientos de Dios no tienen por finalidad generarnos frustración. Si Dios manda algo, tiene que ser posible cumplirlo. Yo diría que además, lo que Dios manda, no es extraordinariamente difícil de cumplir. Dios no nos pone metas casi imposibles, metas sobrehumanas que solamente unos pocos iluminados especiales conseguirán alcanzar. Dios no trata así a sus hijos. Como cualquiera de nosotros con nuestros hijos, Dios procura poner a sus hijos unas metas realistas, alcanzables, que les generen satisfacción y felicidad cuando lo consigan.

El amor al que nos manda Dios no es algo que nos pasa, algo que nos invade, algo que toma posesión de nosotros. Es una actitud que se puede adoptar, una forma de tratar al prójimo que se puede poner en práctica. El amor al que nos manda Dios es un trato deferencial, una disposición a considerar a la otra persona más que a uno mismo, la decisión a sacrificarse por el bien de la otra persona.

Este amor se muestra como amor cuando a pesar del enfado inicial con que reaccionamos a algo que ha hecho o dicho, nos dominamos y respondemos con amabilidad y respeto y consideración. Este amor se muestra como amor cuando en lugar de darle vueltas y vueltas y más vueltas al daño que nos han hecho, decidimos pensar en otra cosa y permitimos que ese daño vaya poco a poco desapareciendo de nuestra memoria hasta que ya, sinceramente, no nos acordamos más. Este amor se muestra como amor cuando desarraigamos el rencor y recuperamos una predisposición positiva hacia la otra persona. Se muestra como amor cuando compartimos gustosamente lo que tenemos. Se muestra como amor cuando nos interesamos en lo que le pasa, cuando nos compadecemos de su dolor y nos solidarizamos con ese dolor hasta dolernos nosotros también; o nos alegramos cuando las cosas le salen bien, y su felicidad se nos contagia. Se muestra como amor cuando en lugar de envidia, sus éxitos nos producen satisfacción y contento.

Todo esto se puede aprender, se puede decidir, se puede controlar como es imposible controlar los sentimientos o el enamoramiento. Todo esto, en una palabra, se puede obedecer. Porque si el amor es un mandamiento, el amor es entonces algo que podemos vivir coherentemente, por obediencia.

Curiosamente nuestras decisiones, las actitudes que adoptamos porque queremos adoptarlas, la forma como elegimos comportarnos con el prójimo, todo esto acaba al final influyendo también en nuestros sentimientos. Si tratamos a alguien… —a cualquier persona pero también a la pareja— si tratamos a alguien groseramente, nos acabaremos sintiendo a disgusto en su presencia; su presencia nos incomoda. Pero si tratamos a alguien… —a cualquier persona pero también a la pareja—si le tratamos con elogios y gestos de afecto, nos acabaremos sintiendo muy a gusto en su presencia; su presencia nos produce placer auténtico, no fingido.

Hay amor, es verdad, que es puro sentimiento y arrebato inexplicable. Hay amor hormonal, amor animal, que es sencillamente las ansias biológicas de reproducción sexual. El enamoramiento es hermoso, una de las sensaciones más arrebatadoras de la experiencia humana. Parece ser, sin embargo, que el enamoramiento es siempre de duración relativamente breve. Parece ser que nos es imposible a los humanos mantener durante mucho tiempo un nivel tan elevado de intensidad emocional o sentimental.


     Toda persona casada llega a cierto punto en su vida donde tendrá que decidir si seguir o no queriendo a la persona con que se ha casado. […] Tendrá que decidir si aceptar que compartir la vida con esta persona creada por Dios y para Dios es un privilegio, no un derecho.


Hay quien es adicto al enamoramiento y cuando con su pareja actual ya no lo experimenta, considera que es necesario cambiar de pareja. Otra actitud diferente, por supuesto infinitamente más sana para la pareja casada, es aprovechar lo que dure el enamoramiento para construir esa segunda fase de la relación de pareja: la que ya no se alimenta de sensaciones fuertes de obsesión por la otra persona, sino del compromiso y la fidelidad; la lealtad a un proyecto común de construir una familia estable. Aprovechamos, entonces, esa primera etapa, para echar los cimientos de una relación de amor perdurable, que es equiparable a la obediencia al mandamiento divino a amar al prójimo más allá de sentimentalismos pasajeros.

Toda persona casada llega a cierto punto en su vida donde tendrá que decidir si seguir o no queriendo a la persona con que se ha casado. Recuerdo el día, el lugar y la ocasión cuando tuve que tomar la decisión de si aceptar definitivamente a la mujer con que estoy casado, o si dar pie, si dar cabida en mi interior, al sentimiento de desengaño, desilusión y hartazgo que luchaba por arraigar en mí. Tuve que decidir si estaba dispuesto a abandonar definitivamente mis sueños de la pareja idealizada de mis fantasías juveniles. Tuve que decidir si estaba dispuesto a aceptar definitivamente la persona de carne y hueso, en absoluto fantasía ni idealismo, con que me encontraba casado. Tuve que decidir si estaba dispuesto a aceptar que Connie no existe para mí. Que Connie existe para su Creador como ser humano íntegro, único, propio, con su propia razón de ser como proyecto divino, no mío. Tuve que decidir si aceptar que compartir la vida con esta persona creada por Dios y para Dios es un privilegio, no un derecho.

Quien aprende a amar como verbo, amar como decisión, amar como actitud vital, amar por obediencia al divino mandamiento, descubrirá que su vida se llena de amor. Y descubrirá como pedía el apóstol Pablo para los Filipenses, que ese amor sobreabunda cada vez más y más y más.

Esto es cierto en la vida en general. Es cierto en la comunidad de los que seguimos a Jesús. Pero no es menos cierto en la relación de pareja. Así que, Beatriz y Luis Alberto, os mando —no yo sino los apóstoles y el propio Señor Jesucristo— que os améis uno a la otra, una al otro, cada día de vuestra vida. Os mando —no yo sino el Señor— que vuestro amor aumente y abunde, que crezca. Os mando que cuando es difícil amar, tanto más améis como acto de obediencia y por pura coherencia cristiana. Y viviendo así, os puedo augurar un futuro envidiable como matrimonio.