Ola

Sed llenos del Espíritu
por Antonio González

«No os embriaguéis con vino, en el cual hay disolución, sino sed llenos del Espíritu» (Efesios 5,18).

Posiblemente habría que comenzar diciendo que el problema no parece ser simplemente el vino. Evidentemente, no tendría mucho sentido pensar que la exhortación se refiere solamente al vino, pero no, por ejemplo, a la cerveza. Sería ridículo pensar así. Y esto nos muestra que el significado del texto va, en realidad, mucho más allá del vino. Es como si solamente se nos presentaran en la vida dos grandes opciones: o ser llenos del Espíritu Santo, o ser llenos de otras muchas cosas, semejantes al vino.

De hecho, hay una enorme cantidad de cosas que embriagan o intoxican (methyskesthe) la propia vida. Hoy tenemos a nuestra disposición, mucho más que los efesios, múltiples posibilidades de adicción, tanto a sustancias como a comportamientos. Todas las adicciones, hoy lo sabe la ciencia, son una misma y única enfermedad, que altera las mismas regiones cerebrales. Pero la gran alternativa no tiene que limitarse solamente a las adicciones. También podemos llenarnos de preocupaciones, miedos, angustias, resentimientos, etc. Y la mente puesta en la carne nos intoxica, hasta el punto de que, como dice Pablo, es muerte (Ro 8,6).

Significativamente, al hablar del vino, se menciona la consecuencia del mismo: la disolución. Se trata de una palabra (asotía) que, etimológicamente, podría significar algo así como «no salvación». Por supuesto, se trata de un sentido amplio de la «salvación». Para los antiguos, se trataba de un concepto muy cercano al de salud. La «disolución», vista así, transmite la idea de una pérdida de la seguridad, de la integridad, de la compostura, de la salud, etc. En las adicciones, el ser humano pierde de vista las consecuencias de sus actos, y una importante estrategia de recuperación es lo que propone la carta a los Efesios: mantener siempre presente la visión a largo plazo, incluyendo las consecuencias de la acción.

Sin embargo, el texto habla de una recuperación mayor y más radical. Sería la verdadera alternativa a todas las llenuras que tenemos a nuestra disposición. Se trata de ser llenos del Espíritu Santo. Aquí conviene tener en cuenta dos cosas.

Por una parte, el verbo griego para «sed llenos» (plerousthe) está en voz pasiva. Para subrayar esta pasividad en castellano, podríamos decir, en lugar de «sed llenos», «sed llenados». Con esto quedaría muy claro que el sujeto de esa acción no somos nosotros, sino el Espíritu de Dios mismo, que nos llena. O, si se quiere, Jesús mismo, que derrama su Espíritu en nosotros, de acuerdo a la promesa del Padre (Hch 2,33). La llenura no es algo que podamos adquirir de acuerdo a nuestros méritos, sino algo que tenemos que pedir insistentemente (Lc 11,9-13). El imperativo, la exhortación a ser llenos, es sobre todo una exhortación a buscar ser llenados por el Espíritu.

Por otra parte, es también importante observar que esta misma expresión, «sed llenos», está en tiempo presente. En griego, hay una distinción muy importante entre el imperativo aoristo y el imperativo presente. El aoristo generalmente designa una acción puntual, que sucede una vez. En cambio, el presente se refiere a una actividad continua. Y esto es importante, porque entonces podemos entender que el ser llenados por el Espíritu no es algo que sucede solamente una vez en la vida, sino a un proceso continuado en el tiempo. Más que de una ducha única el día de Navidad, se trataría de un baño continuo, a lo largo de todo el año. Si quisiéramos traducir el texto de una manera que reflejara este aspecto continuo, que está en el original griego, tendríamos que decir algo así como: «estad siempre siendo llenados por el Espíritu».

En la historia del cristianismo moderno, ha habido cierta tendencia a entender la actividad del Espíritu Santo en un modo «aoristo», es decir, como si fuera una experiencia puntual, o una sucesión de experiencias puntuales. La Reforma entendió que la fe era la gran obra del Espíritu Santo en nosotros. Posteriormente, los movimientos de santidad se enfocaron en aquello que parecía faltar en un ambiente supuestamente «creyente», propio de las «cristiandades» salidas de la Reforma. Lo que faltaba era una «segunda obra de gracia», por la que el cristiano sería verdaderamente santificado. En eso consistiría el «bautismo en el Espíritu Santo».

Cuando a principio del siglo pasado comenzó en movimiento pentecostal, se negaba que la santificación fuera el verdadero bautismo en el Espíritu Santo. En la calle Azusa de Los Ángeles, y en algunos otros grupos pentecostales, se hablaba del bautismo del Espíritu Santo, evidenciado por el hablar en lenguas, como una «tercera obra de gracia». Recientemente, escuchaba a una predicadora afirmar que ella había recibido el bautismo del Espíritu Santo (y las lenguas) siendo casi niña. Pero le faltaba algo. Lo que le faltaba era una experiencia más, el «fuego», que también esté presente en la promesa: ser bautizados con Espíritu y fuego (Lc 3,16). El fuego lo habría recibido después… Las experiencias sin duda son reales, pero ya sería excesivo hablar de una «cuarta obra de gracia», de algún modo normativa para todo caminar cristiano…

¿Qué sucedería si el ser llenados por el Espíritu Santo no fuera una sucesión de experiencias puntuales, sino un proceso continuo? ¿Y si fuéramos bautizados de esta manera? En Hechos 2,4 el bautismo del Espíritu Santo es equivalente a ser llenos del Espíritu Santo. Y en Efesios 5,18 el ser continuamente llenados «por» el Espíritu es más bien, literalmente, según el texto griego, un ser llenados «en» el Espíritu Santo. Es decir, no sólo llenos por dentro, sino completamente empapados. ¿Y si el bautismo del Espíritu Santo tuviera lugar de esta manera? Algo así como el fluir permanente de un mismo mar, que se plasma en olas concretas, siempre continuas, siempre dispuestas a empaparnos más y más del mismo agua?

Si así fuera, ciertamente habría una distinción entre lo que el Espíritu hace cuando nos posibilita decir por vez primera «Jesús es Señor» (1 Cor 12,3), y todo lo que viene después, a lo largo de nuestra vida cristiana. Sin embargo, ya no tendría mucho sentido la discusión sobre si el bautismo del Espíritu Santo tendría que ir siempre acompañado del hablar en lenguas (Hch 2,4; 10,46; 19,6), o podrían ser experiencias distintas (Hch 4,31; 8,17; 9,17). Tampoco tendría sentido decirle a Cornelio y a los suyos que ya no tendrían que ser llenos del Espíritu, porque ya tuvieron esa experiencia en el mismo momento de su conversión (Hch 10,44-46). Para todo cristiano sería válida siempre la exhortación a «estar continuamente siendo llenado más y más en el Espíritu» (Ef 5,18), porque las olas del mismo mar nunca se acaban. Siempre hay más.

En este caso, el crecimiento en el fruto del Espíritu (Gal 5,22), y los diversos dones espirituales (1 Co 12,7-11, etc.), serían derramados por Dios, no según una secuencia prefijada de experiencias puntuales, sino más bien con la libertad misma del Espíritu, que sopla donde quiere. Algo importante, porque siempre podríamos tener muchos dones, como los corintios (1 Co 1,7), y sin embargo ser carnales (1 Co 3,3). Por ello, los cristianos podríamos siempre buscar y esperar más fruto, y más dones, a lo largo de nuestra vida, no con el objetivo de cumplir un programa fijo de experiencias, sino para rendirnos más a Dios, y ser mejor utilizados por él, al servicio de otros. Lo que fue dado por la fe, continuaría siendo dado como un crecimiento mismo de la fe y por la fe. Las continuas olas no impedirían nunca esperar el tsunami.