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  Nº 132
Abril 2014
 
  Diccionario de términos bíblicos y teológicos

adulterio — Infidelidad a los votos matrimoniales. Por extensión, en el Antiguo Testamento se tipificó de adulterio cualquiera desviación de la devoción exclusiva —solamente a Dios— en el pueblo de Israel.

Es curioso que surgiera esta idea de paralelismo entre la exclusividad en la relación de una mujer con su esposo, e idéntica exclusividad en la relación de Israel con su Dios. Fue en su día una innovación religiosa muy importante. Lo habitual era considerar que todos los dioses debían ser reverenciados, cada uno en su ámbito natural. Para el clima, para la fertilidad, la salud o la guerra, para cada cosa había que llevarse bien con su dios correspondiente.

En Israel, sin embargo, existió la idea de ser un pueblo adquirido por Dios, que pertenecía por consiguiente exclusivamente a él. Un Dios único para todos los efectos divinos, «casado» con su pueblo Israel.

El matrimonio en aquellos tiempos y latitudes, no se entendía en los términos de mutualidad e igualdad de poder entre las partes, que constituye el ideal entre nosotros hoy. En la boda el padre «entregaba» la novia al novio, de tal suerte que ella pasaba de ser propiedad del padre, a serlo de su esposo. Así como antes obedecía a su padre, ahora debía obedecer a su marido. Hay mucho de esta idea en el paralelo ideológico con la adquisición de Israel que hace el Señor. Israel, como la chica entregada en matrimonio, nunca es realmente libre de elegir. Pasa de esclavitud al Faraón, a sierva incondicional del Señor. No es salvada de esclavitud en Egipto para ser libre, sino para ser posesión eterna de su Salvador, obediente y sumisa en todas las cosas.

Se le presuponía a la esposa amar a su esposo con todo su ser y entregarse solamente a él. Los hijos que daba a luz eran todos, naturalmente, hijos de su esposo y ella no tenía ojos para otro hombre que el que la había adquirido, a quien, por cuanto era su deber, amaba entera y absolutamente.

El adulterio no era entonces solamente un agravio sexual, fruto de una libido mal controlada. El adulterio trastocaba los cimientos de la sociedad entera, con su orden natural, su cadena de mando donde los varones mandaban y las mujeres y los niños obedecían. La familia era ejemplo y modelo de la sociedad entera. Como un padre de familia, el rey y los nobles mandaban y los campesinos y esclavos obedecían. Como la esposa, los campesinos y esclavos también debían amar a sus superiores con todo su ser. Debían estar dispuestos a morir por ellos en batalla o matarse trabajando para ellos de sol a sol.

Por eso cuando una mujer cometía adulterio su castigo debía ser ejemplar. Su falta de amor y obediencia significaba una grieta en la cimentación moral que mantenía en pie a toda la sociedad.

Asimismo, Israel como esposa del Señor había de amar al Señor con todo su ser, su alma y sus fuerzas. Por eso cuando Israel ponía sus ojos en otros dioses, ofrecía sacrificios en otros altares, adoraba otros espíritus, su pecado era el más terrible imaginable. Su infidelidad no era solamente «espiritual» sino que ponía en peligro la mismísima supervivencia de su sociedad, por cuanto hacía imaginable cualquier otra desobediencia, desatando caos y desorden en todas partes y a todos los niveles. Y por eso cuando estas infidelidades se tornaron habituales y persistentes, al final Dios no tuvo más remedio que divorciarla y repudiar a sus hijos por ilegítimos.

Pero según el relato bíblico, al Señor le pasa algo inesperado en esta relación de marido de una esposa repudiada por adúltera. Descubre que la sigue amando, que es incapaz de dejar de amarla; que ama a sus hijos y los siente como suyos de él. Es un amor inexplicable: un amor tan fuerte que ya no importan las jerarquías, no importa que tiemblen y se desmoronen todas las estructuras de poder y dominación en la sociedad: el perdón surge irrefrenable en Dios y es imposible negarle paso.

En alguna ocasión Jesús tacha a sus contemporáneos de «generación adúltera». No es que esas personas fuesen culpables de adulterio en sus matrimonios, sino que no han comprendido todavía la base de amor, confianza y lealtad a Dios que es esencial para poder ser pueblo de Dios. Un amor y compromiso como el de Dios, merece hallar eco en igual amor y compromiso de parte nuestra. Quizá ya no por miedo a represalias —a castigo y divorcio divino— pero sí por lealtad y gratitud. Por amor.

Es curioso que Jesús cambia la metáfora de relación familiar. Nos enseñó a tratar a Dios como Abba, Papá, no como Esposo. Luego explicó esta relación con el ejemplo del padre del hijo pródigo, que ya no pretende de ninguno de sus dos hijos adultos obediencia ni sumisión, sino tan solamente afecto y cariño y llevarse todos bien como familia.

—D.B.

 

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