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  Nº 122
Mayo 2013
 
  Museo EH
Museo de la Evolución Humana — Burgos

El ser humano 2.0
por Dionisio Byler

Hace algunas semanas leí un libro fascinante sobre la evolución de los homínidos en comparación con los grandes simios[1]. Aunque el autor, naturalmente, suscribe a ese dogma del darwinismo que atribuye siempre la evolución a los azares de la casualidad, cualquiera persona de fe lo puede leer y aprender y disfrutar sin abandonar nuestro propio dogma de la existencia de un Creador. Un Creador que bien pudo —por qué no— valerse de mecanismos evolutivos diseñados por Él de tal manera que desembocaran en la maravilla biológica que somos nosotros.

La evolución humana

El tamaño inmenso del cerebro humano en comparación con otros animales, se encontró con una limitación importantísima en la ventaja que ofrece al ser humano andar sobre dos piernas (que no cuatro patas). Para que esta manera de desplazarnos sea posible, la pelvis ósea de la mujer tiene un tamaño óptimo que no puede superar. Esto da lugar a que en el parto la cabeza del bebé tiene un espacio relativamente reducido por el que obligatoriamente tiene que pasar. La solución ha sido que los seres humanos nacemos «prematuros», en un punto del desarrollo fetal que no alcanza ni a la mitad del desarrollo de los simios cuando nacen. Es como si para nacer con un desarrollo comparable al de los simios, la gestación humana tuviera que tardar 20 meses —como si hubiéramos nacido 11 meses antes de la cuenta. El bebé humano sería entonces al nacer un «feto» —es imposible que sobreviva si no fuera por la atención extraordinaria que recibe tras su alumbramiento.

Ese nacimiento «prematuro» viene acompañado de una niñez extraordinariamente larga. Durante la niñez un desarrollo físico muy lento y prolongado, va acompañado de un desarrollo mental sin paralelo en la naturaleza. Es como si naciéramos no solamente ya con un hardware (la capacidad física de procesamiento de datos) extraordinario, sino con un robustísimo sistema operativo… y la capacidad de cargar cantidades casi ilimitadas de software (sistemas para realizar operaciones específicas). Quién somos es, entonces, no solamente el producto de los genes con que nacimos, sino especialmente de los aprendizajes que hemos ido acumulando a lo largo de la niñez. Una niñez que nunca acaba de terminar. Donde otros animales han acabado de aprender lo que necesitan saber para sobrevivir y reproducirse en un tiempo relativamente breve, nosotros conservamos la habilidad de seguir aprendiendo y adaptándonos a nuestro entorno durante toda la vida. Es como si nunca dejáramos de ser niños.

Según este libro, entonces, las fases últimas y más interesantes de la evolución humana han sucedido a un nivel que supera el solamente genético, donde nuestra educación y socialización en el seno de la familia humana ha ido transformando la realidad de lo que supone ser un ser humano. Hemos desarrollado la imaginación, que es la capacidad de ensayar mentalmente una cantidad ilimitada de alternativas para una situación o un problema, sin tener que vivir ninguna de ellas en la realidad hasta que hayamos dado con una que nos satisface. En la antigüedad cuando la gente se escuchaba a sí misma pensar, suponían que estaban en comunión con un mundo «espiritual», donde los dioses y espíritus les estaban hablando. Es el tópico de las viñetas donde un diablillo te susurra en un oído y un angelito te susurra en el otro, y tienes que decidir a cuál vas a escuchar. Pero al final hemos caído en la cuenta de que somos nosotros mismos los que estamos ensayando diferentes posibilidades morales, cada una con su propio desenlace. Surge así el descubrimiento de que nuestra conciencia es realmente nuestra, no una voz (un Pepito Grillo) que nos viene desde fuera.

El libro culmina especulando acerca de los próximos pasos evolutivos de la humanidad. El autor sospecha que vendrá de la mano de las nuevas tecnologías de la salud, procesamiento electrónico de datos y comunicaciones. Las fantasías cinematográficas de cíborgs —parte humano, parte máquina— tal vez no estén tan distantes. Órganos o extremidades artificiales, implantes de chips para monitorizar la tensión arterial o el azúcar en sangre o para devolver la vista a ciegos o audición a sordos… no parece haber límite a lo que se está ensayando en algún laboratorio de algún lugar del planeta. Hay ya sistemas para interactuar directamente con ordenadores con el cerebro, sin necesidad de teclado y ratón, ni siquiera del habla. El siguiente estadio evolutivo de la humanidad no sería entonces genético, sino tecnológico.

¿Un gen de homicidio?

Yo creo que la Biblia ya nos habla de un nuevo estadio de evolución humana, aunque con otras características muy diferentes. Volveremos a esto más adelante, pero no sin antes mencionar otro libro que acabo de leer.

Es un libro[2] que me ha valido como introducción a una conflicto dramático en el seno de la antropología, sobre el empleo de la genética en la descripción de la realidad humana. El tema más controvertido fue un presunto descubrimiento de Chagnon cuando estudió la tribu amazónica de los Yanomamö en Venezuela. Parecería ser que los varones que tienen mayor éxito en el combate —quienes más de sus enemigos han matado— tienen a la vez mayor éxito en el número de hijos que procrean, por cuanto su violencia personal les resulta útil para acumular mujeres mediante la propia violencia o la intimidación de sus rivales. El autor especula que este es en realidad el pasado de todos nosotros, que seríamos el resultado evolutivo de antepasados en la Edad de Piedra, cuando los varones más violentos conseguían mayor éxito reproductivo que los más timoratos o pacíficos.

Esto me recuerda un debate en el que me vi hace unos años, donde alguien escribió un artículo que defendía el matrimonio gay con el argumento de que los gais nacen así. A mí me parecía y me sigue pareciendo que es un argumento con poca verosimilitud biológica, por cuanto los machos que no se sienten atraídos por hembras, difícilmente se reproducirán ni transmitirán un supuesto gen gay a generaciones posteriores.

Me parecía —y así lo dije— que sería más fácil hablar de un gen de violación sexual, por cuanto los violadores sí que se reproducen y tienen hijos. Con lo cual quise explicar que el argumento de que «Nací así y por tanto se tiene que aceptar que yo sea así», aunque fuera un argumento biológico, no es un argumento moral. No aceptaríamos que porque alguien sea descendiente de violadores, está en su derecho de practicar una conducta sexual violenta y depredadora. Sean cuales sean sus genes, esa conducta es sencillamente inaceptable. No por ser biológicamente insostenible sino por ser antisocial y moralmente repugnante.

En ese sentido, entonces, la posibilidad —tal vez la probabilidad— de que nuestros antepasados de la Edad de Piedra hayan vivido como los Yanomamö en sociedades donde los que más hombres mataban, más mujeres e hijos tenían, puede que explique por qué sigue habiendo guerras hoy día y por qué el ser humano es tan espantosamente violento. Pero en absoluto lo justifica ni hace que sea moralmente aceptable.

El ser humano 2.0

MEH
MEH - Burgos

Los evangelios nos cuentan de un término que empleó Jesús en diversas oportunidades: «el hijo del hombre». Es curioso que este término no figure a la postre en ningún otro escrito del Nuevo Testamento.

Jesús hablaba de la llegada futura pero inminente —muy, muy próxima— del hijo del hombre. Frecuentemente parecería estar hablando de sí mismo, aunque en sí la expresión parece querer indicar otra persona. No es imposible, por ejemplo, que alguien se refiera a sí mismo como «el fundador de esta empresa». Más extraño sería estar refiriéndose a sí mismo si dice: «Cuando venga el fundador de esta empresa y descubra vuestra baja productividad, va a haber muchos despidos». No es imposible que esté hablando de sí mismo, pero resulta una forma muy rebuscada de expresarse.

Ahora bien, en el mundo bíblico la expresión «hijo de» viene a expresar un parecido exacto. Sabemos que Jesús apodó a dos de sus discípulos, Juan y Jacobo, de «Boanerges», es decir, «hijos de trueno» —hay que suponer que por ruidosos o gritones. Cuando las multitudes lo aclaman como «hijo de David» no es que conocieran necesariamente su linaje sino que expresaban su deseo de que eche de Jerusalén a los romanos como David había vencido a los filisteos. La expresión «el hijo del hombre», entonces, viene a significar lo mismo que «el ser humano», es decir, alguien cuyos rasgos esenciales son propios del ser humano.

Pero no un ser humano cualquiera. Es «El ser humano 2.0». Una nueva versión, más evolucionada, de humanidad. Jesús sería él mismo el primero de esta nueva versión de la humanidad. Por eso en algunos versículos parece tan clara la alusión a su misma persona, la de Jesús. Pero la voluntad del Padre es que toda la humanidad lleguemos a ser como es Jesús. Según Pablo, toda la Creación gime a una esperando la manifestación de los hijos de Dios, que es también lo que fue Jesús. Ambas expresiones indican una misma realidad: una nueva forma de ser seres humanos. Seres humanos al estilo de Jesús, plenamente conscientes de nuestra potencialidad divina (a imagen de Dios fuimos creados), con el uso pleno de nuestras facultades espirituales y morales humanas. «Para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Ro 8,29).

Esto significa superar la biología y la genética (nuestra evolución material). Supone también superar algunas de las limitaciones de nuestra formación y educación en sociedad humana (nuestra evolución cultural). Supone recibir la plenitud del Espíritu Santo y andar como anduvo Jesús, continuando nosotros las obras que él hizo («Cosas mayores que estas haréis»).

La llegada del Hijo del Hombre es una promesa que encierra una crisis para la humanidad. Jesús indica que el Hijo del Hombre no será universalmente bienvenido ni alabado ni aceptado. Muchos no serán capaces de dar el salto. Contentos con ser «El ser humano 1.5» —o lo que sea— no aspirarán a más. Su desarrollo moral y espiritual se quedará ahí, sin aspirar a parecerse a Jesús. Jesús tuvo claro el principio —en general— de un juicio de condenación para la humanidad que no se atreve con el salto de actualización a la nueva forma de ser humanos que él estrenó. Es muy edificante, sin embargo, que en lo personal Jesús nunca rechazó a nadie ni dio a nadie por perdido. Todos son invitados, todos son amados, nadie ha de ser eliminado antes de tiempo. Porque «El ser humano 2.0» manifiesta, antes que nada, el fruto del Espíritu: «Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio propio» (Ga 5,22-21).

Nuestra evolución biológica nos hizo capaces de convivir en pequeñas tribus de unas pocas docenas de individuos. Nuestra evolución cultural y social nos ha hecho capaces de vivir en grandes ciudades de millones de habitantes (aunque con mucha violencia y con guerras más o menos permanentes). Ahora nuestra evolución espiritual habrá de hacernos capaces de amar y vivir en paz y armonía con toda la humanidad y con los ecosistemas de este planeta.

¡Es la hora del Hijo del Hombre!


1. ˆ Chip Walter, Last Ape Standing (Walker & Co, 2013). Cito sus ideas muy a mi manera, con todas las limitaciones que vienen de que soy un pastor evangélico, no un científico antropólogo.

2. ˆ Napoleon A. Chagnon, Noble Savages (Simon & Schuster, 2013).

 
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Sí, sé muy bien que la esperanza cristiana abarca mucho más que la superación personal. En estos pocos párrafos no he podido decir todo lo que habría que decir. Habría que hablar del Reinado de Dios. Habría que hablar de esperanza más allá de la muerte. Habría que hablar del regreso glorioso de Jesucristo. Pero si la esperanza cristiana es mucho más que la superación o evolución personal, tampoco es menos que eso. ¡Dejarnos transformar «de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18) no es mal comienzo!     —D.B.