El Mensajero
Nº 97
Febrero 2011
Diccionario de términos bíblicos y teológicos

corazón — Órgano que bombea la sangre para que circule por todo el cuerpo. Desde una muy remota antigüedad, la gente viene observando que el corazón late de diferente manera si uno está tranquilo y en reposo, corriendo o haciendo algún otro esfuerzo, ansioso y nervioso, etc. Nuestros antepasados en los albores de la existencia humana, también notaron que cuando los animales (y la gente) mueren, el corazón deja de latir. Desde luego, era evidente que el corazón, protegido además entre las costillas como señalando su especial importancia, es esencial para la propia vida. De ahí que al corazón se le han atribuido desde siempre ciertas facultades abstractas. Expresiones como «hacer algo de todo corazón», tienen poco que ver con la función real de este órgano, pero no por ello dejan de ser habituales en el habla humana.

Tal vez porque se nos acelera el pulso cuando vivimos emociones fuertes, hoy en día solemos asociar el corazón con los sentimientos. «Hacer algo de todo corazón» sería entonces —para los occidentales modernos— hacerlo con ímpetu, decididamente. Y desde luego amar o despreciar u odiar de todo corazón sería experimentar estas emociones con la máxima intensidad humanamente posible.

Antes de que la medicina moderna alcanzara a revelar cuál es exactamente la función de cada uno de los órganos del cuerpo, la asociación entre las diversas vísceras y estas otras realidades más abstractas de la vida humana, se entendía de otra manera. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, el honor y la honra de la persona residía en el hígado. Para decir «hígado» y «honor», los hebreos empleaban la misma palabra. De ahí que se entendía que hasta Dios —especialmente Dios— tiene «hígado», en el sentido de que es un ser honorable. En el Nuevo Testamento, donde los apóstoles quieren indicar sentimientos fuertes, hablan de conmoción «de tripas».

Cuando los egipcios embalsamaban, se aseguraban de conservar bien el corazón; pero el cerebro, como no se le conocía ninguna utilidad para la vida, se licuaba y extirpaba por la nariz y se tiraba. A nosotros, que entendemos que es precisamente en el interior del cráneo donde están todas nuestras facultades personales que nos dan nuestra identidad, esas prioridades de embalsamado nos parecen bastante curiosas. Aunque nos hagan un transplante de corazón o cualquier otro órgano, nosotros entendemos que mientras conservemos nuestra propia cabeza —o cerebro— nuestra identidad sigue intacta. Nuestros pensamientos, nuestras actitudes y opiniones, nuestra memoria… todo ello está en el cerebro.

En el mundo bíblico, todo lo que nosotros decimos acerca de la cabeza como sede del raciocinio, la inteligencia, la personalidad, la identidad, la intención y motivación y voluntad humana… todo eso se pensaba que residía en el corazón. Ellos, entonces, hubieran entendido que «hacer algo de todo corazón» era hacerlo con absoluta integridad, sin disimulo ni hipocresía. Encomendar la sabiduría de Dios o sus leyes al «corazón», significaba aprendérselo de memoria. Desde luego, en el mundo bíblico era posible amar «de todo corazón». Pero con esa expresión no se estaría indicando un sentimiento exagerado y desbordado, sino el empeño total de la fuerza de voluntad y la firmeza de decisión. «Ama de todo corazón» quien no permite que los sentimientos, precisamente, le desvíen de su fidelidad incondicional a la persona amada.

Amar a Dios de todo corazón, entonces, era antes que nada serle fiel, pase lo que pase. Ser coherente con la decisión de ser su adorador y siervo. «Amar a Dios de todo corazón» no podía en absoluto ser —por lo menos no en primera instancia—un calor o sentimentalismo religioso. Se podía «amar a Dios de todo corazón» sin los sofocos y ardores del enamorado. Lo único que hacía falta era la firmeza de propósito e intención, la voluntad inquebrantable, para nunca apartarse de lo que Dios manda. Amar a Dios de todo corazón era, por último, amarle con inteligencia, con sabiduría, con todo el poder mental de nuestro intelecto.

Por eso pudo Dios mandar a su pueblo amarle con toda la mente y todas las fuerzas y todo el aliento… y todo el corazón. Es perfectamente lógico que Dios nos mande firmeza de resolución para adorarle sólo a él, y confianza y fe para esperar en él aunque nuestras circunstancias presentes sean adversas. Era, además, la cosa más inteligente que nos podía pedir.

¿Y qué significa «guardar en el corazón los mandamientos del Señor»? Aprenderlos de memoria y recordarlos en todo momento. Y desarrollar la lógica e inteligencia y habilidad mental para deducir de ellos cuál es la conducta correcta para cada ocasión.

—D.B.

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