El Mensajero
Nº 96
Enero 2011

Diccionario de términos bíblicos y teológicos


encarnación — El fenómeno por el que Dios se hizo carne en la persona de Jesús, el hijo de la judía María. La idea de la materialización de los dioses era algo que no suscitaba especiales problemas en la antigüedad. Para la teología de los primeros siglos de nuestra era, sin embargo, condicionada por presuposiciones filosóficas neoplatónicas, la materialización de Dios era un escándalo (increíble) para el intelecto —y por tanto, se consti¬tuía en un artículo esencial de la Fe.

En el mundo de la Biblia, el Oriente Medio de la antigüedad, los dioses podían estar presentes en esta tierra —con una presencia concentrada y materializada— sin por ello abandonar su habitual morada celestial. Donde se materializaba muy especialmente la presencia de los dioses, era en las imágenes de talla o fundición. Estos «ídolos» no era tanto que representaban al dios como que, una vez consagrados con los ritos oportunos, eran en sí el dios mismo, hecho presente y material. Al ídolo, entonces, resultaba perfectamente apropiado dirigirse en oración y acudir en peregrinación y hacer todos los halagos y las alabanzas que eran propias del dios en el cielo.

De hecho, el mismo dios podía estar material y realmente presente, incluso con diferentes características y lealtades políticas, en más de un ídolo; y conocerse con diferentes nombres según dónde estaba el ídolo. Baal había uno solo, por ejemplo; pero el Baal adorado en el ídolo de una ciudad podía participar activamente en la guerra contra otra ciudad vecina cuyo ídolo de Baal, en cambio, los defendía a ellos con igual ímpetu sobrenatural. Esto nos puede parecer confuso, pero sólo hay que pensar cómo en el cristianismo católico cada cual venera muy especialmente a esta Virgen (que es la que les protege y consuela) y no aquella otra (aunque «Madre de Dios» sólo hay una), para darnos cuenta de que todavía hoy persisten ideas parecidas.

Para los griegos, sin embargo, en cuanto un dios o una diosa se materializaba tomando forma de persona o de animal, dejaba de estar en el Olimpo. Si estaba aquí en la tierra, ya no podía estar allá. En su encarnación los dioses de los griegos, entonces, no sólo eran tan materiales como nosotros —aunque inmortales— sino que participaban también de la humana imposibilidad de estar en más de un lugar a la vez.

Los romanos también creían que los dioses podían tomar forma humana. Y también creían que los dioses podían aparearse con la gente y tener hijos. Nada más natural, entonces, que la creencia de que el César era propiamente divino (como lo había sido también el Faraón para los egipcios). Cuando el cuerpo del Emperador moría, su divina esencia, liberada ahora de la carne, ascendía al cielo. Desde el cielo brillaba como un astro más, para seguir influyendo desde allí en la humanidad que antes gobernaba en carne.

Para la filosofía neoplatónica de boga en los primeros siglos de nuestra era, todas estas historias de las aventuras terrenales de los dioses, donde no faltaban frecuentes amoríos con los seres humanos, eran patrañas de necios. Cualquier ser espiritual que asumiera la corrupción del mundo material, demostraba en ello ser vil y grosero. El Dios Supremo, la Mente purísima y filosófica que era sólo ella digna de la adoración de los humanos, era incapaz de encarnarse como vil materia, que era de suyo corrupta. La idea del escándalo e imposibilidad de la encarnación del Dios Supremo, por cierto, pervive hoy en el Islam, donde el dogma cristiano de la Encarnación sólo merece desprecio y ridículo. No en balde amaban tanto los califas medievales la filosofía griega.

En los primero años del cristianismo la idea de que el Dios Creador del universo se encarnase en la persona mortal de Jesús; y estando en la carne pudiese dirigirse en oración a ese mismo Dios —que sin embargo seguía a la vez en el cielo— pareció natural. Pero cuando empezó a convertirse gente culta con una buena formación en filosofía, hubo que hacer frente al escándalo de la Encarnación. La Iglesia resolvió el tema con un golpe de autoridad. La Encarnación era dogma intocable; y bajo la guía del Emperador se redactaron credos de obligadísima aceptación, donde se estipulaba con esmerada terminología filosófica griega, la simultánea humanidad y deidad de Jesucristo.

En algún momento, pareció oportuno asociar la idea del nacimiento humano de Aquel que era la Luz del mundo, al ciclo anual del sol. Celebrándose su Natividad en la fecha cuando los días empiezan otra vez a ser más largos, se escenificaba maravillosamente el auge de la Luz divina sobre la humanidad, en la persona de Cristo.

Y nosotros… ¿cómo hemos de entender estas cosas? Con las manos y los pies. Seguir a Jesús. Todo lo demás son palabras que se lleva el viento.

—D.B.

Otros artículos en este número:

 


Volver a la portada


DESCARGAR para imprimir


Copyright © diciembre 2010 – Asociación de Menonitas y Hermanos en Cristo en España